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Las buenas cervezas

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Una botella de vino Sylvaner y un chateaubriand casi crudo son el punto de partida de 62 Modelo para armar, novela de Julio Cortázar que adquirí hace algunos años y que versa sobre el vampirismo. Junto a Recuento de Luis Goytisolo, por la cual pagué en 1975 cien bolívares, 62 cae en la categoría de los libros que he comprado y no he leído. Herzog de Saul Bellow también estaba en ese grupo. Empecé a leerlo en un vuelo de Nueva York a Caracas en marzo de 1969, cuando lo adquirí en el aeropuerto Kennedy por 95 centavos de dólar (a 4.40). La versión preliminar del presente tema la envié por correo electrónico en octubre de 2004 y para ese entonces sólo había conseguido llegar a la página 202 de las 416 del libro de bolsillo; finalmente en el 2005 terminé su lectura. De paso, la cantidad de cien bolívares marca un hito, pues fue la primera vez que desembolsé una cifra de tres dígitos por un libro. Pero este paseo por la literatura sólo sirve para explicar la génesis de la presente nota, ya que gira en torno a la cerveza. Un juicio que emití sobre la manera en la cual ha cambiado la calidad del espumoso líquido, ha disparado mi memoria hacia Calabozo, Caracas, Chicago, Santo Domingo, Maiquetía y finalmente Atlanta. Espero que algunos puedan hacer memoria de su primera borrachera o de su protagonismo en situaciones similares a las presentadas.
Recuerdo muy bien la fecha y el lugar en el cual bebí mis primeras cervezas: Calabozo, Estado Guárico, un sábado de noviembre de 1950. Aun cuando Google es un buen bálsamo para hacer memoria en cosas del dominio público tales como cantantes y canciones, esta fecha la recuerdo porque mi abuela paterna María Eugenia cumplía setenta años y se lo celebraron por todo el cañón. Mi abuela nació en 1880 y yo en 1938, así que sólo tenía doce años recién cumplidos el día de la parranda que se celebró en la amplia casona colonial de los Loreto Loreto, a dos cuadras de la plaza Bolívar. Recuerdo haber visto entre los invitados a monseñor Arturo Celestino Álvarez, Obispo de la Diócesis de Calabozo, una figura que no podía pasar inadvertida por su singular vestimenta púrpura y porque todos los asistentes pasamos a besarle el anillo. La bebida fina circulaba dentro de la casa, pero en el patio había un grupo de barriles llenos de panelas de hielo picadas con punzón en donde nadaban botellones de cerveza que, como si se tratara del San Juan Evangelista, quedaron en manos de los muchachos. Jóvenes y mayores amanecimos en la fiesta y a las seis de la mañana nos dirigimos todos hacia la Iglesia Catedral a la celebración de la santa misa. Faltando una media cuadra para llegar a la puerta lateral del templo, sentí que todo me daba vuelta y decoré el centro de la calle con el contenido sólido y líquido que había estado albergado en mi estómago. Ese día juré que más nunca en mi vida probaría el licor, promesa que por supuesto he incumplido reiteradamente.
El año escolar 57-58 estudiaba yo primer año de ingeniería en la Universidad Central de Venezuela y vivía con mis abuelos maternos en una casita de la parroquia La Pastora. La modesta vivienda también la compartían mi tía abuela María Teresa (Teté), mis tías Elba y Gladys y mi tío Carlos. Vino de visita desde el interior mi tío Fernando y salimos, los dos tíos y el sobrino, a tomarnos unas cervezas. Fernando, quien toda su vida prefirió la cerveza, nos llevó a un sitio entre las esquinas de Bolsa y Pedrera, a lado del cine Palace. Las polarcitas costaban un bolívar, estaban más frías que espalda de foca y nos atendía una mesonera no muy agraciada pero bastante amable. Bastó que yo comentara lo buenas que estaban las cervezas para que mi tío Carlos, más mujeriego que bebedor aun cuando se excedía en los dos campos, propusiera mudarnos a otro lugar, en el cual las cervezas eran superiores. Llegamos al nuevo sitio, no muy alejado del anterior, y ahí las cervezas estaban menos frías y costaban medio más, uno veinticinco. Eso si, las mesoneras eran unas hembras de concurso. Años más tarde en Chicago, la mejor cerveza era la que destilaban en Sieben’s en la parte norte de la ciudad y ahí íbamos si la idea era bebernos unas frías. Sin embargo, si también se buscaba la compañía de féminas, había que desplazarse hacia el sur del Illinois Institute of Technology, a los bares de los alrededores de la Universidad de Chicago, en donde expedían las insípidas cervezas gringas convencionales.
Estuve en la República Dominicana en abril de 1965, una semana antes de que cayera el triunvirato presidido por el rubio Donald Ried Cabral. Mis anfitriones me llevaron a un local nocturno que era una versión a menor escala de “El Campito”, célebre lupanar que quedaba en Maiquetía en las inmediaciones de estadio “César Nieves” y al cual mis alumnos del postgrado de la Marina de Guerra llamaban “Les Champs Elysées”. Aparte de las dimensiones, la única diferencia era que en Maiquetía las mujeres se desnudaban en privado. En el local de Santo Domingo había un show musical con cantantes de uno y otro sexo, acompañados de nativas que pacatamente trajeadas bailaban en el escenario. Un cantante venezolano sudó la gota gorda al tratar de interpretar “Barlovento” por la baja calidad del acompañamiento musical. Otro gallo hubiera cantado si se hubiese tratado de un merengue. Al final, con el solo de saxo de “Summer Time” como telón musical, una venezolana se desnudaba, o mejor dicho terminaba mostrando los pechos. Nadie es profeta en su tierra, en “La Taberna del Puerto” que estaba a media cuadra del calle real de Sabana Grande, llegando al cine Broadway, muchas mujeres se desvistieron mas ninguna era venezolana. Como se verá, lo del strip tease viene más al cuento a pesar de que en la cálida noche dominicana las cervezas abundaron.
A finales de octubre de 1978 estuve tomando un curso corto de una semana en el Instituto Tecnológico de Georgia, en Atlanta. El viaje fue propicio para visitar a un becario venezolano que estaba realizando allí su doctorado en ingeniería eléctrica. La fecha la recuerdo con precisión porque el 30 de ese mes y ya de vuelta en Venezuela, nació en Caracas mi primera hija. También recuerdo que esa fue la primera vez que vi un cajero automático, el cual entregaba los dólares dentro de unos sobres que todo el mundo descartaba de inmediato y con descuido, contaminando el ambiente. La noche anterior a mi regreso nos reunimos varios venezolanos y un colombiano. Salimos a tomarnos unas cervezas, yendo primero a un lugar bastante placentero llamado “Colorado Mining Company”. El bar estaba ubicado en una cabaña de madera rodeada de una abundante vegetación, sobre una de las tantas avenidas Peach Tree que hay en las afueras de Atlanta. Las sosas cervezas estaban bastante frías y la chica que cortésmente atendía la sección de la barra donde yo estaba sentado, era una especie de Susana Duijm en pleno esplendor. Pero el colombiano propuso que fuéramos a un sitio mejor, el “Mongo Room”. De la pastoril cabaña, fuimos a parar a Down Town Atlanta, a un bar que se alojaba en el primer piso de una destartalada casa. Las cervezas estaban calientes y la mesa la atendía una señora vietnamita bastante mayor, pero pude entender los motivos del colombiano cuando al final empezó un show musical en el cual se desnudaba una argentina. Todos los del grupo, ya aclimatados a la cerveza local, estaban borrachos. Todos menos yo, no porque tenía la llave de San Simón, sino debido a mi reciente entrenamiento con las cervezas venezolanas, las cuales en ese entonces eran mucho más fuertes que las gringas. Alguien propuso que nos llegáramos a la cercana “Underground Atlanta”, un área histórica de cinco cuadras que quedó sepultada bajo la vialidad de concreto que se construyó en los años veinte para aliviar el tránsito vehicular. En el 78 faltaban todavía dos años para que el área fuera afectada por las instalaciones del metro de Atlanta. La zona era bastante insegura, al punto de que recomendaban visitarla sólo de día. Esa noche estacionamos sin ponerle monedas al parquímetro y descendimos, cada uno con una botella de cerveza medio llena o medio vacía, en la mano. Había muy poca gente en las calles subterráneas y en cada esquina un robusto policía recordaba que había que portarse bien. A uno de nosotros se le cayó la botella de cerveza y el ruido que hizo al romperse fue amplificado por la resonancia del ambiente cerrado. Más fuerte resonaron, sin embargo, las imprecaciones que soltó en español. Como por arte de magia, las calles quedaron desoladas, hasta los policías hicieron mutis por el foro. Todos querían evitar enfrentarse a aquel grupo pendenciero de latinos. Si pudiera ponerle fondo musical a esta escena, indudablemente que le quedaría muy bien el tema de “El bueno, el malo y el feo” del recientemente galardonado compositor Ennio Morriconne.

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