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La vera encabuyada

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Salvo por unas escasas líneas, las vivencias de mi infancia y juventud recogidas en “Entre gigantes de piedra” pretenden haber surgido de mi memoria. Lo que sigue tiene un tinte de onírico, de leyenda, porque aun cuando soy el meollo de la trama, son cosas que a mí me contaron, un pasado referencial. Lo que si puedo afirmar con toda certeza, es que hace algún tiempo una placa adorna la fachada de la casa que se menciona más adelante. Pude identificarla aunque no conserva el número original (número tapado con barro decía yo y mi mamá me corregía), porque tuve la ocasión de localizarla con precisión años ha, cuando no era nada arriesgado adentrarse por esa calles aledañas a la avenida Baralt y al mercado de Quinta Crespo.

Cobrar el sueldo o el salario e irse a gastarlo en aguardiente es una inveterada costumbre del venezolano. Y cuando el fin de semana coincide con el fin de quincena, el consumo de bebidas espirituosas en los alrededores de los expendios de licor, en las casas de tanto pobres como ricos y en taguaras, botiquines, fuentes de soda y clubes, aumenta en forma desmesurada. Así que no fue debido a una conjunción de los astros sino de las fechas, la razón por la cual el sábado 15 de octubre de 1938 se embriagaron casi todos los pobladores de la caraqueña parroquia de San Juan y que como lógica consecuencia surgió más de una reyerta. Para la época, mis padres vivían en una casita ubicada de Horno Negro a Puente Casacoima 18-4, a un par de cuadras del sitio donde luego, en tiempos del general Medina, Pierre René Deloffre instalara de Cochera a Puente el lujoso mabil conocido con el nombre de “El Trocadero”. Aun cuando la gente que asistía a ese local o al contiguo y selecto Longchamp (sólo los separaba una cortina de damasco) debía llevar billetes, quizás si había una forma de trueque: favores políticos por favores íntimos. Frente a la casa que habitaban mis padres se armó una pelea entre blancos y negros, en la cual los primeros estaban en franca desventaja numérica. Animado por su espíritu camorrero, el catire Francisco de Paula Loreto salió a luchar por la justicia, a tratar de nivelar las acciones, portando en sus manos una vera encabuyada. Su esposa Olga, con una barriga de casi ocho meses y cargando en brazos al mayor de sus hijos, que no había cumplido todavía veinte meses, contempló desde la ventana de barrotes el accionar de llanero. Afianzada en la muñeca por la cabuya, accionada por un Ninja venido del futuro, la vera iba y venía y los cuerpos rodaban por el piso. ¡Cuidado con el estómago, mijo! era lo único que a mi madre se le ocurría decir, pensando en las molestias digestivas que aparentemente acompañaron a Francisco de Paula durante la mayor parte de los noventa y tres años que vivió. La policía llegó a poner orden y el llanero hizo mutis por el foro, yéndose a guarecer en su casa. Los que rodaban para la rola, tanto tiros como troyanos, se preguntaban que se había hecho el catire que había repartido palos a diestra y siniestra.

La vera encabullada es pariente cercano del garrote encabuyado, al que le cantara Félix Morón en su conocido golpe tocuyano. No sé si mi padre aprendió a usarla en su nativo Guárico, pero cuando vivió en Guanare hizo muy buena amistad con Ciro Urriola Muñoz, el hermano mayor de José Santos Urriola y un maestro en el arte del manejo de dicha vera. Como dice el refrán: para rascarse se juntan los mochos. Una noche que Ciro andaba de parranda por las afueras de Guanare, llegó al sitio armado con su vera un lugareño que tenía fama de ser muy bueno en el uso de ésta. Ciro, alebrestado por los tragos, lo retó a pelear, espetándole:
– Tú no eres mejor que yo, lo que pasa es que tu peleas con una pila de raquíticos, con campesinos mal comidos, pero conmigo no vas a poder.
–No joven, yo no voy a pelear con usted, porque usted es hijo de don Santos Urriola y muchas veces en mi casa no nos acostamos sin comer gracias a don Santos.
– ¡No, qué va chico, tú lo que eres es un tronco de cobarde!– seguía insistiendo Ciro. En eso empezó una pelea dentro del bar, en la cual tomó parte el lugareño y Ciro quedó de espectador. – ¡Bendita sea el ánima de mi padre, de la palazón que se salvaron mis huesos!– no se cansaba de repetir Ciro, al contemplar el extraordinario desempeño de su hasta entonces frustrado rival.

En la madrugada del domingo 16 de octubre a mi madre le empezaron un dolores, que creyó eran ganas de ir al baño, pero nada que ver. A consecuencia del susto, a las cuatro de la mañana nació solo Luis Florentino, sin ninguna asistencia médica. Mi papá se limitaba a animarla recordando lo que había visto en su terruño y le decía: –Puje, que Julia Dolores parió en una batea–. Y una vez que lloré por vez primera, mi hermano Fran desde su cuna celebraba alborozado el acontecimiento gritando: -¡Nené, nené, nené! A eso de las ocho de la mañana se presentó por la casa el doctor Leopoldo Aguerrevere y luego mi papá le pudo pagar gracias a unos reales que consiguió prestados con su jefe, don Carlos Padilla, el padre entre otros de mis colegas Manuel y Rafael Padilla Lovera. Quiero destacarle a los jóvenes que lean estas líneas que aquí están presentes dos facetas venezolanas ya desaparecidas o en vías de extinción: el fiado y el médico a domicilio. Además no nací en mi casa por el hecho de ser prematuro, ya que de mis ocho hermanos, sólo el menor nació en una clínica. Para terminar, les citaré el texto de la placa colocada en mi casa natal: “Está prohibido el consumo de bebidas alcohólicas dentro del local o en sus inmediaciones”.

Entre el Masparro y la Yuca

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Cuando mi padre Francisco de Paula Loreto Loreto debía enfrentarse a una situación que aparentemente no tenía salida, en lugar de expresar que estaba entre la espada y la pared, decía que se encontraba entre el Masparro y la Yuca. La frase seguramente la adquirió trabajando como caporal en la construcción, a pico y pala, de la carretera que une a Acarigua con Guanare y Barinas. Este puesto lo consiguió en enero de 1936, bajo el gobierno provisional del General Eleazar López Contreras. Empezó trabajando en el sitio de Sebastopol en la antigua carretera Caracas – Los Teques, a mitad de camino entre Las Adjuntas y Los Teques. Disponer de un sueldo le permitió finalmente, en mayo del mismo año, contraer nupcias con mi madre Olga Teresa Rodríguez. Durante los primeros treinta y tres años de su vida, mi padre no conoció otro presidente que no fuera Juan Vicente Gómez y creía que éste iba a ser eterno. También solía decir que de no haber muerto Gómez, le hubiera gastado los barrotes de hierro a la ventana de la casa de mis abuelos, en la esquina de Albañales, a una cuadra de la plaza Capuchinos de la parroquia San Juan, ya que cuando Gómez no había manera de ganarle un centavo a nadie. La boda fue en la iglesia de San Juan Bautista, frente a la plaza Capuchinos, en la cual oían misa los domingos los ricos de El Paraíso. En ese entonces la parroquia San Juan no era zona de malandros.

En julio de 1936 Francisco de Paula fue transferido a los llanos occidentales y se instaló en Acarigua. Trabajaba toda la semana en Barinas y los fines de semana, que empezaban el sábado por la tarde, iba para Acarigua. En aquellos momentos tuvo mi madre su primer embarazo y como mi padre no quería que pasara los ríos en esa condición, ella ni siquiera conoció en ese entonces Guanare, a donde deseaba ir a visitar el santuario de la Virgen de Coromoto. En enero del 37 mi madre contrajo paludismo; como tenía siete meses de embarazo el médico le recomendó irse para Caracas, pues si le repetía el paludismo podía perder la criatura. De esta forma, el primero de mis hermanos nació en Caracas, al igual que lo haríamos cinco de los siete restantes.

Partiendo de Barinas, el trazado de la carretera hacia Guanare y Acarigua sigue una dirección noreste. Al pasar Barinas, el río más importante es el Masparro, el cual se forma en el ramal de Calderas, en la cordillera de Mérida, a unos 2.100 metros de altitud. Toma, desde sus inicios, la dirección hacia el sureste que afluye al río Apure. Recibe por el oeste los ríos la Yuca, Armadillo y Caipe; por el este, el caño Raya Masparro. Como se ve, el Masparro y presumiblemente la Yuca, tienen un cauce perpendicular a la carretera, o dicho en criollo: quedan completamente atravesados. En ese entonces no existían puentes y los vehículos tenían que vadear, operación sólo posible en verano, ya que en invierno los sitios de fondo firme y poco profundo desaparecen bajo las caudalosas corrientes, ya que como dicen por allá: cuando el río trae agua, trae. Un artículo que publiqué en 1995 en una revista de la Universidad Simón Bolívar, titulado “El telégrafo está de regreso, para quedarse” y que trata sobre el provenir de las comunicaciones digitales, empezaba diciendo que: “Allá por el año treinta y seis, cuando los telegramas viajaban raudos colgando por las autopistas eléctricas de cables de cobre y tenían la hoy inusitada virtud de llegar a su destinatario, el recién casado que construía carreteras en Barinas le comunicó a su esposa: - El treinta y uno por la mañana estaré contigo para recibir juntos el año nuevo- promesa que incumplió muy a pesar suyo, por no contar con la crecida del Masparro que aisló a Barinas de Acarigua”.

En 1937 mi padre ayudó a cruzar en chalana el río Santo Domingo, a un vehículo que se dirigía a Caracas y en el cual viajaban dos señoras, una mayor y una joven, acompañadas de tres muchachitos menores de cinco años, una hembra y dos varones. Las condiciones climáticas eran sumamente adversas y el grupo, en opinión de los prácticos, bastante frágil. Mi padre que era bajo de estatura, a lo cual atribuyo su condición de pendenciero, se volvía un gigante ante las dificultades. Se responsabilizó personalmente por el traslado y con el agua a la rodilla, pero protegido por las botas de corte alto, impartió las órdenes para que los balseros aseguraran bien el vehículo con las cadenas de rigor y para que se tomaran las máximas precauciones con los pasajeros. Posteriormente me enteré que se trataba de la barinesa Aura Antonieta Canales de Osorio, sus pequeños hijos Nelly, Rubén y Luis y la abuela. A tantos años de distancia uno de los protagonistas, Rubén, dice que fue un viaje que nunca ha olvidado, por las dificultades que enfrentaron para pasar el río, en medio de una gran crecida y de fieros chubascos llaneros. Doña Aura Antonieta, como siempre la mencionaba mi padre, le dijo que quedaba a sus órdenes en Caracas y le dejó su dirección y teléfono, no sé si en una tarjeta.

En septiembre de 37 y por razones que desconozco, botaron a mi padre del trabajo. Yo me imagino que por lo mandón que era, a lo mejor pasó sobre la autoridad de algún superior y tomó alguna decisión que no le correspondía. Tuvo que regresarse para Caracas, junto con mi madre, mi hermano mayor Fran que tenía seis meses y una tía abuela nuestra, María Teresa Rodríguez, a quien siempre llamamos Teté. Saliendo de Acarigua hacia San Carlos en el automóvil que se había comprado, éste se quedó varado en medio del río y los baquianos le dijeron que sacara a las mujeres y al niño, porque podían oír que venía una gran corriente. A duras penas y con la ayuda de un camión, el carro que había quedado casi cubierto por las aguas, fue remolcado hasta la parte superior de la subida que había en la dirección este. Tuvieron que esperar todo un día hasta que el carro se secara y guarecerse en una vecina choza. Afortunadamente los humildes dueños tenían unos morrales llenos de yuca sancochada, ya que mis padres no cargaban ningún tipo de provisiones. Mi hermano fue el único que no cambió de dieta, ya que se alimentaba a puro pecho. Al quedarse sin trabajo, mi padre tuvo que devolver el Ford que había adquirido en Caracas a plazos. Es raro que un llanero saque fiado, ya que ellos compran de contado, después que han vendido la cosecha. Yo mismo, que creo que sólo he sembrado conocimientos, lo único que he comprado a crédito en mi vida ha sido la casa donde habito hace más de treinta y cuatro años y que terminé de pagar hace más de diecinueve.

Una vez que llegó a Caracas, mi padre contactó por teléfono a doña Aura Antonieta, fijaron una entrevista en la residencia de los Osorio Canales en la urbanización El Conde y al día siguiente recibió la buena nueva de que ya tenía trabajo. Resulta que al constituirse el Gobierno de López Contreras, el Dr. Octaviano Osorio Luzardo, esposo de doña Aura Antonieta, había sido nombrado por Néstor Luis Pérez como Director de Gabinete del Ministerio de Fomento, cargo en el que permaneció mientras el Dr. Pérez estuvo en esa cartera. Osorio Luzardo, quien era maracucho, había ido a parar a Barinas confinado por el General Gómez. Por todas estas circunstancias logra mi padre empezar a trabajar en el Ministerio de Fomento. Tenía aprobado sólo el sexto grado de primaria, pero durante las noches y bajo los auspicios del Ministerio hizo un curso de técnico en estadística. En 1943 nos mudamos para San Juan de los Morros, donde mi padre fue Director Seccional de Estadística por muchos años y donde yo estudié la primaria en la Escuela Federal Graduada Aranda y hasta cuarto año de bachillerato en el Liceo Juan Germán Roscio.

Mi padre siempre recordaba con gratitud y mencionaba a doña Aura Antonieta, así, sin apellidos. Yo me vine a enterar de estos, revisando en diciembre de 2002 unos papeles del viejo. En ellos encontré que él, furibundo lector de periódicos, había recortado la esquela mortuoria de ella, que apareció el 21 de febrero de 1991, cuatro años antes de él morir. Quizás ella era menor que mi padre, quien murió a los 93 años. Yo espero heredar algo de esta longevidad, ya que mi abuela, María Eugenia Loreto de Loreto, vivió 108. Eso si, quiero que el país de mis últimos años no se vare entre el Masparro y la Yuca, ni que retroceda, sino que transite con gloria las sendas del progreso.

Los gatos no comen fieltro

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Estas reminiscencias las justificaré con una cita del poeta Ramón Palomares, la cual pensé usar como epígrafe en “Entre gigantes de piedra” y que omití involuntariamente: “Si volver al pasado lo llaman evasión, que se le va a hacer, la gente tiene derecho a salir de sus cárceles”

Siempre he pensado que mi gran afecto por la Universidad Simón Bolívar surge del hecho de que yo me crié en un pueblo pequeño: San Juan de los Morros. A pesar de su condición de capital del Estado Guárico desde que dejó de ser parte de Aragua, el San Juan de mi adolescencia no ha había dejado de ser una gran aldea donde casi todos se conocían. Su cálido clima era lo que más le convenía a la salud de mi padre, Francisco de Paula Loreto Loreto, y allá fue a desempeñarse como Director Seccional de Estadística. La ubicación de su trabajo, equidistante entre la Caracas natal de mi madre y Calabozo, su terruño, resultó providencial en época de vacaciones. Cuando en la Simón Bolívar las vacaciones escolares no coinciden con las de la Universidad, es común que tanto profesores como empleados y obreros vengan al campus acompañados de sus hijos. No sólo eso, sino que con el curso de los años uno se da cuenta que algunos de los otrora chamitos y chamitas han pasado a formar parte del personal de la universidad, y me divierte mucho decirles que los conocí cuando estaban en el vientre de sus progenitoras. En mi pueblo, que vive casi por completo de la burocracia, los nexos con el pasado son más tenues: sólo perduran como habitantes los pocos que se dedicaron al comercio, cuyos hijos han heredado los negocios. En mi casa, el problema de las vacaciones lo resolvían enviándonos a casa de los abuelos, unas veces a Caracas y otras a Calabozo. En ese entonces aprendí que era mejor ser nieto que hijo y los ambientes vacacionales, tan disímiles, resultaron igual de paradisíacos.

En una de mis vacaciones caraqueñas tuve la oportunidad de conocer al maestro Vicente Emilio Sojo, amigo de muchos años de mi abuelo materno Julio César Rodríguez. Mi abuelo nació en 1883 y el maestro Sojo en 1887 y el encuentro me pareció una reunión de viejitos, aun cuando para el momento yo tendría unos diez años y el abuelo mi edad actual. Mi abuelo fue artesano, afinador de pianos y fabricante de bordones; esto último lo hacía en una máquina de su propiedad, la cual conocí en el sótano de la casa de La Pastora y con la cual perdió un ojo cuando apenas era un muchacho. En su casa se reparaban pianos, desde el reemplazo de las cuerdas, correitas y martinetes hasta el blanqueo de las teclas; esto último lo hacían, con un hisopo impregnado en Zonite, mi abuela Rosa y mi tía abuela María Teresa (Teté). También duplicaban rollos de pianola (un proceso precursor del actual quemado de discos compactos) en una máquina que mi abuelo trajo de Nueva York junto con las primeras pianolas que llegaron al país; esta información la leí hace muchos años en la carátula de un grueso disco de pasta que grabó un amigo suyo. El abuelo fue y regresó por mar a la metrópoli del norte, donde pagó su adiestramiento con los reales que obtuvo tras hipotecar la casa donde vivía en la parroquia San Juan. El encuentro que narro con el maestro Sojo fue en la Academia de Música, entre las esquinas de Carmelitas y Santa Capilla. Mi abuelo me había llevado a pasear con el pretexto de que lo ayudara a cargar la caja de herramientas, bastante pesada por cierto. No siempre salía con esa caja, pero sus compañeros inseparables lo eran la llave de afinar pianos –una especie de rolo de policía terminado en ángulo recto en una llave allen– y un diapasón. Tanto la casa de la academia como la de mi abuelo (Gloria a Sucre 23, en La Pastora) estaban llenas de pianos y de gatos, hecho que me dio el título de este artículo y que ustedes entenderán plenamente pensando más bien en los amigos del queso.

El abuelo empezó a fabricar cuatros cuando ya tenía más de setenta años, cuando nos pedía que no lo llamáramos abuelo sino viejito, pues ese era el trato que le daban en todas partes: ya va viejito, siéntese viejito. Construía las partes curvas al calor de una vela sobre unas formaletas de cobre y unía las partes con una cola que el mismo fabricaba en baño de maría, en un reverbero que constaba de un primo (primus) y dos recipientes, uno grande para el agua y uno pequeño para la pega. Mediante la tecnología de la copia fabricó los primeros cuatros de tamaño convencional y luego decidió hacer uno más pequeño, pero no sabía como ponerle los trastes. Yo, estudiante de primer año de ingeniería en la Universidad Central (1957-1958), me ofrecí a resolverle el problema. Dibujé la posición de los trastes según una escala logarítmica obtenida por el método de dividir sucesivamente por la mitad la longitud de una cuerda, resultado que previamente había verificado sobre un cuatro normal. Cuando le mostré el boceto me dijo que le lucía bien y al terminar la construcción y sonar el cuatrico me expresó: –hijo, yo no sabía que tú entendías de música– a lo cual tuve que contestar diciéndole que no sabía nada, sólo un poco de matemáticas. Esto se lo comenté al colega ingeniero (músico e hijo de músico) Luis Guillermo Uribe y me dijo que yo sí sabía, como sabían música los pitagóricos cuando trataban de escuchar sonidos en las estrellas y en las relaciones armónicas de las órbitas de los astros.

Mi padre, un llanero pendenciero, era enemigo declarado de la música: no nos dejaba ni silbar, mucho menos cantar y decía –no sé de dónde lo había sacado– que "la mucha música entristece". Uribe me comentó que se equivocaba si creía que no oyéndola espantaba la tristeza, algo similar a lo que expresa Chelique Sarabia en “Mi propio yo”. Sin embargo, cuando yo tenía siete años, me inscribió en las clases que dictó el profesor Pedro Mirabal en San Juan de los Morros, donde me enfrenté por primera vez a la cinco líneas y los cuatro espacios, la clave de sol y las redondas, blancas, negras y hasta ahí. Puedo tararear una melodía, pero no palmearla y nunca aprendí a bailar, lo que quizás se debe a la temprana represión o simplemente a razones genéticas. Pero como los genes de los padres no se reparten con igual probabilidad, entre mis hermanos hubo dos bailarines eximios: Fran el mayor –quien falleció en diciembre de 2004– que también cantaba y Félix, el actor.

Los genes a veces juegan sus trucos. La primera noticia de que mi hijo Luis Alberto tenía habilidades musicales la tuve cuando él estaba en quinto grado, por boca de su profesora de música del Colegio Marroco (Laura, una uruguaya bien fregada). Al igual que lo hacía mi abuelo Julio, Luisito (que ironía, si me lleva veinte centímetros de estatura) se la pasa silbando y la guantera de mi carro, cuando lo llevaba al colegio, no era eso sino un instrumento de percusión. Traté de convencerlo para que tocara saxo (por lo fácil de transportarlo y almacenarlo), pero no, lo de él es la percusión al igual que varios primos maternos míos y cuando vivíamos en Margarita tenía la mitad de su cuarto invadida con la batería. Durante los cinco años de sus estudios de bachillerato fue parte de la banda show de su colegio, donde terminó tocando los timbales, después de una breve pasantía por los platillos y el granadero. Yo pensaba que la timbaleta portátil, un pesado armatoste más grande que él, con tres tambores y dos coquitos ensamblados con tubos de hierro, no lo iba a dejar crecer (era uno de los alumnos de más baja estatura cuando entró a primer año), pero los resultados fueron todo lo contrario.

Viviendo en Porlamar me metí al coro de adultos del colegio de mi hijo y, después de más de cincuenta años, tuve que aprender una nueva clave, la de fa, ya que la edad me ubicó en la cuerda de los bajos. También tomé un curso de apreciación musical y el Danhauser me lo he leído de cabo a rabo varias veces. Confieso que lo que más me divierte es la parte matemática: las comas, saber por que se cruzan los sostenidos y los bemoles en la escala no temperada y entender el encadenamiento de las escalas por transformación de los tetracordios. Que desearía tener: más información sobre las armonías (aunque me las he explicado yo mismo por series de Fourier) y más conocimiento sobre la generación de la voz y su recepción por el oído.

De otros personajes de la vida musical venezolana que he conocido, debo citar primero a Abraham Abreu, compañero de estudios en quinto año de bachillerato en el Liceo Carlos Soublette, del cual formamos parte de la primera promoción, él en Humanidades y yo en Física y Matemáticas. En el curso de Humanidades I del primer año de ingeniería en la Universidad Central de Venezuela, la parte de música me la dio el profesor José Antonio Calcaño. Este, nacido en 1900, también era amigo de mi abuelo y tuve la oportunidad de oírlos conversar por allá por Sabana Grande, en una época en la cual el barullo de los buhoneros no apagaba las voces, cuando se podía caminar con tranquilidad hacia las librerías: Suma, Las Novedades o la Profesional Venezolana. En la Universidad Simón Bolívar me reencontré con Abraham Abreu y conocí a Alberto Grau y a María Guinand. Por cierto que cuando yo mencioné esto último por allá por la Isla de Margarita, mis interlocutores me miraron con ojos incrédulos y juzgaron que yo no dejaba de ser un venezolano típico: echón y embustero.

Baco contra el Dr. Alzheimer

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Ya se ha vuelto una costumbre en la Universidad Simón Bolívar que los profesores jubilados celebren su fiesta navideña a principios de enero de cada año, después de “haber matriculado”. Este enero de 2007 uno de los temas que tratamos en la Casa del Profesor, alrededor de la mesa de canapés y con un whiskey o una copa de vino en la mano, fue el de las inesperadas visitas que el Dr. Alzheimer ha estado haciendo a varios colegas no mucho mayores que nosotros. Todos ellos no habían descuidado ni la actividad intelectual ni la física, siendo el mejor ejemplo un antiguo rector (no de la Simón Bolívar) y connotado jugador de fútbol. El común denominador entre ellos (y ellas) es que todos son abstemios. Ahí lancé la idea de que beber con moderación puede ser la manzana diaria que aleje al indeseado doctor alemán. Una mañana a finales de enero Consuelo Pirela y yo recordamos a algunos bardos y escritores, mayores que nosotros, que han ido abandonando este mundo por ley natural, pero que nunca perdieron sus facultades mentales. No era sin embargo el uso diestro de la pluma, ya en prosa o en verso, lo que los caracterizaba, sino un nunca oculto culto al dios Baco. Parece que éste es el sino de los poetas: a un connotado bardo guariqueño, de dos generaciones o más anteriores a la mía, lo llamaban “Luz de túnel” porque se lo pasaba prendido de noche y de día.

En vista de lo anterior decidí retomar, bajo una nueva denominación, el tema de “beber o no beber”, el cual abordé a través del correo electrónico hace algunos años. Su incorporación al blogspot obedece a un consejo de mi antiguo alumno Carlos Figueira, quien me hizo ver que de esta forma el material estaría disponible a una audiencia potencialmente mayor. El título pretende seguir la forma utilizada en el cine en las aventuras de Santo, el enmascarado de plata, tales como Santo contra el Cerebro del Mal (1958) o Santo contra las Momias de Guanajuato (1970). Este personaje de la lucha libre apareció durante la década de 1950 en aquellos cuadernillos sepia de historietas mediante los cuales México trató de competir, junto con Kalimán, contra los tebeos españoles y los traducidos comics gringos; la popularidad de El Santo y el mito que lo rodeó provienen en gran medida de los medios audiovisuales y no de la lucha libre.

Si mal no recuerdo, ¡Ebrios saludos! era la frase con la cual terminaba un correo electrónico enviado por Patrick O´Callaghan a finales del 2001, a raíz de una controversia que se suscitó sobre beber o no beber. Todo se originó porque alguien afirmó que todos nuestros males, incluyendo el whiskey, venían de los Estados Unidos. Como buen irlandés, Patrick salió en defensa no sólo de los orígenes del “uisce beatha” o “aqua vitae” sino de la sana costumbre de echarse un palito de vez en cuando. En el ambiente militar se acusa de sospechoso a aquel que no bebe. No beber puede ser un defecto. Mi estimada ex alumna y colega Mari Cristi Stefanelli sufrió de laberintitis, y me contó que lo peor era que cuando se acostaba el cuarto le daba vueltas. Ante mi comentario de que esa situación la hubiera podido soportar mejor de haber tenido un buen historial etílico, me dijo eso mismo le había comentado el médico tratante. Yo pensaba sazonar estas líneas con una cita de Omar Khayyam, pero la selección era tan amplia, que preferí destacar que el vino es una bebida más saludable que el agua con un dicho de los hortelanos de la madre patria, de donde nos viene lo refraneros que somos:
Con las brevas, agua no bebas…
Vino, todo el que puedas.

Le preguntaron una vez a Casey Stengel, el legendario “manager” de los Yankees de Nueva York y de los Mets de esa misma ciudad, acerca del desempeño de aquellos peloteros que no bebían y contestó que “Eso sólo los ayuda cuando son buenos jugadores”. En un libro sobre récordes negativos que ojeé en una librería de Chicago en 1963, había una lista sobre los “Jugadores de béisbol que pueden desempeñarse de una manera admirable en el campo, aun cuando tengan un ratón de brinquito” (cito de memoria y la traducción es libre). La lista de diez nombres la encabezaba el notable lanzador de los Filis de Filadelfia Steve Carlton y el número nueve era Vic Davalillo. Antes de que me acusen de hablar mal del orgullo de Cabimas, debo decir de antemano que a pesar de mi condición de magallanero, él es el pelotero venezolano que más he admirado y que además no creo que los santos orinen agua bendita. Diego Armando Davalillo fue el título de un artículo que publiqué acerca de Vitico a finales de los noventa en el diario La Hora del Estado Nueva Esparta y del cual hice circular una versión actualizada por correo electrónico en el 2001. La razón de todo este circunloquio, es contarles una anécdota del recordado José Santos Urriola, sin el menor deseo de ofender su memoria. Según el profesor Alexis Márquez Rodríguez, Santos fue uno de los más fulgurantes talentos que él conoció. Que su nombre ahora salga mezclado en una crónica en parte deportiva más bien me parece una circunstancia feliz, ya que su hijo José Urriola C. (de casta le viene al galgo) una de las áreas que ha tocado con su pluma es la del fútbol.

Santos nunca manejó y siempre andaba en carrito por puesto o en cola. Quizás de las conversaciones con sus anfitriones surgió más de un Trazos en Arena, esa crónica del acontecer diario que fue publicada por más de cuarenta años en los periódicos El Nacional y el Diario de Caracas. Según confiesa Oscar Gómez Navas, uno de los que de vez en cuando llevaba a José Santos a su casa en La Boyera, al igual que lo hacían Carmen Elena Alemán, Marcelo Guillén, Hugo Groening, Maguy Blancofombona y Antonio Acosta, el ensayo que Santos escribió sobre la pereza de los venezolanos lo esbozó en la cervecería que quedaba en el sector Sorocaima cerca del banco Provincial, que era una parada casi obligatoria. Entonces no es de extrañar, como nos lo recuerda Carmen Elena Alemán, el lenguaje conversacional, pleno de humor y en constante diálogo con el lector con el cual Santos contó la historia de la ciudad y el país, revelándonos además sus querencias y preocupaciones. De paso y corroborando las palabras de Luis Barrera Linares, de que somos un país en permanente hacerse y deshacerse, la cervecería de marras fue derribada a finales del 2006 y ahora es un terreno baldío que será convertido en aparcamiento del bingo que desplazó al supermercado epónimo de esa zona de La Trinidad.

Los diabéticos se nos van en navidad y así lo hizo Santos, el 30 de diciembre de 1994, lúcido como siempre pero quizás hastiado de tanta dieta restrictiva. Y ahora sí, termino con la anécdota: Una madrugada que Santos regresó en cola a su casa de La Boyera, después de una celebración que hubo en las instalaciones de la Universidad en el Parque Central, su mujer Margot le recriminó no sólo a la hora a la cual llegaba sino, además, en compañía de ese par de borrachos. Su respuesta fue, más o menos esta: “Mi amor: ¿Y quién más puede andar conmigo a estas horas de la noche y en este estado?”

Las buenas cervezas

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Una botella de vino Sylvaner y un chateaubriand casi crudo son el punto de partida de 62 Modelo para armar, novela de Julio Cortázar que adquirí hace algunos años y que versa sobre el vampirismo. Junto a Recuento de Luis Goytisolo, por la cual pagué en 1975 cien bolívares, 62 cae en la categoría de los libros que he comprado y no he leído. Herzog de Saul Bellow también estaba en ese grupo. Empecé a leerlo en un vuelo de Nueva York a Caracas en marzo de 1969, cuando lo adquirí en el aeropuerto Kennedy por 95 centavos de dólar (a 4.40). La versión preliminar del presente tema la envié por correo electrónico en octubre de 2004 y para ese entonces sólo había conseguido llegar a la página 202 de las 416 del libro de bolsillo; finalmente en el 2005 terminé su lectura. De paso, la cantidad de cien bolívares marca un hito, pues fue la primera vez que desembolsé una cifra de tres dígitos por un libro. Pero este paseo por la literatura sólo sirve para explicar la génesis de la presente nota, ya que gira en torno a la cerveza. Un juicio que emití sobre la manera en la cual ha cambiado la calidad del espumoso líquido, ha disparado mi memoria hacia Calabozo, Caracas, Chicago, Santo Domingo, Maiquetía y finalmente Atlanta. Espero que algunos puedan hacer memoria de su primera borrachera o de su protagonismo en situaciones similares a las presentadas.
Recuerdo muy bien la fecha y el lugar en el cual bebí mis primeras cervezas: Calabozo, Estado Guárico, un sábado de noviembre de 1950. Aun cuando Google es un buen bálsamo para hacer memoria en cosas del dominio público tales como cantantes y canciones, esta fecha la recuerdo porque mi abuela paterna María Eugenia cumplía setenta años y se lo celebraron por todo el cañón. Mi abuela nació en 1880 y yo en 1938, así que sólo tenía doce años recién cumplidos el día de la parranda que se celebró en la amplia casona colonial de los Loreto Loreto, a dos cuadras de la plaza Bolívar. Recuerdo haber visto entre los invitados a monseñor Arturo Celestino Álvarez, Obispo de la Diócesis de Calabozo, una figura que no podía pasar inadvertida por su singular vestimenta púrpura y porque todos los asistentes pasamos a besarle el anillo. La bebida fina circulaba dentro de la casa, pero en el patio había un grupo de barriles llenos de panelas de hielo picadas con punzón en donde nadaban botellones de cerveza que, como si se tratara del San Juan Evangelista, quedaron en manos de los muchachos. Jóvenes y mayores amanecimos en la fiesta y a las seis de la mañana nos dirigimos todos hacia la Iglesia Catedral a la celebración de la santa misa. Faltando una media cuadra para llegar a la puerta lateral del templo, sentí que todo me daba vuelta y decoré el centro de la calle con el contenido sólido y líquido que había estado albergado en mi estómago. Ese día juré que más nunca en mi vida probaría el licor, promesa que por supuesto he incumplido reiteradamente.
El año escolar 57-58 estudiaba yo primer año de ingeniería en la Universidad Central de Venezuela y vivía con mis abuelos maternos en una casita de la parroquia La Pastora. La modesta vivienda también la compartían mi tía abuela María Teresa (Teté), mis tías Elba y Gladys y mi tío Carlos. Vino de visita desde el interior mi tío Fernando y salimos, los dos tíos y el sobrino, a tomarnos unas cervezas. Fernando, quien toda su vida prefirió la cerveza, nos llevó a un sitio entre las esquinas de Bolsa y Pedrera, a lado del cine Palace. Las polarcitas costaban un bolívar, estaban más frías que espalda de foca y nos atendía una mesonera no muy agraciada pero bastante amable. Bastó que yo comentara lo buenas que estaban las cervezas para que mi tío Carlos, más mujeriego que bebedor aun cuando se excedía en los dos campos, propusiera mudarnos a otro lugar, en el cual las cervezas eran superiores. Llegamos al nuevo sitio, no muy alejado del anterior, y ahí las cervezas estaban menos frías y costaban medio más, uno veinticinco. Eso si, las mesoneras eran unas hembras de concurso. Años más tarde en Chicago, la mejor cerveza era la que destilaban en Sieben’s en la parte norte de la ciudad y ahí íbamos si la idea era bebernos unas frías. Sin embargo, si también se buscaba la compañía de féminas, había que desplazarse hacia el sur del Illinois Institute of Technology, a los bares de los alrededores de la Universidad de Chicago, en donde expedían las insípidas cervezas gringas convencionales.
Estuve en la República Dominicana en abril de 1965, una semana antes de que cayera el triunvirato presidido por el rubio Donald Ried Cabral. Mis anfitriones me llevaron a un local nocturno que era una versión a menor escala de “El Campito”, célebre lupanar que quedaba en Maiquetía en las inmediaciones de estadio “César Nieves” y al cual mis alumnos del postgrado de la Marina de Guerra llamaban “Les Champs Elysées”. Aparte de las dimensiones, la única diferencia era que en Maiquetía las mujeres se desnudaban en privado. En el local de Santo Domingo había un show musical con cantantes de uno y otro sexo, acompañados de nativas que pacatamente trajeadas bailaban en el escenario. Un cantante venezolano sudó la gota gorda al tratar de interpretar “Barlovento” por la baja calidad del acompañamiento musical. Otro gallo hubiera cantado si se hubiese tratado de un merengue. Al final, con el solo de saxo de “Summer Time” como telón musical, una venezolana se desnudaba, o mejor dicho terminaba mostrando los pechos. Nadie es profeta en su tierra, en “La Taberna del Puerto” que estaba a media cuadra del calle real de Sabana Grande, llegando al cine Broadway, muchas mujeres se desvistieron mas ninguna era venezolana. Como se verá, lo del strip tease viene más al cuento a pesar de que en la cálida noche dominicana las cervezas abundaron.
A finales de octubre de 1978 estuve tomando un curso corto de una semana en el Instituto Tecnológico de Georgia, en Atlanta. El viaje fue propicio para visitar a un becario venezolano que estaba realizando allí su doctorado en ingeniería eléctrica. La fecha la recuerdo con precisión porque el 30 de ese mes y ya de vuelta en Venezuela, nació en Caracas mi primera hija. También recuerdo que esa fue la primera vez que vi un cajero automático, el cual entregaba los dólares dentro de unos sobres que todo el mundo descartaba de inmediato y con descuido, contaminando el ambiente. La noche anterior a mi regreso nos reunimos varios venezolanos y un colombiano. Salimos a tomarnos unas cervezas, yendo primero a un lugar bastante placentero llamado “Colorado Mining Company”. El bar estaba ubicado en una cabaña de madera rodeada de una abundante vegetación, sobre una de las tantas avenidas Peach Tree que hay en las afueras de Atlanta. Las sosas cervezas estaban bastante frías y la chica que cortésmente atendía la sección de la barra donde yo estaba sentado, era una especie de Susana Duijm en pleno esplendor. Pero el colombiano propuso que fuéramos a un sitio mejor, el “Mongo Room”. De la pastoril cabaña, fuimos a parar a Down Town Atlanta, a un bar que se alojaba en el primer piso de una destartalada casa. Las cervezas estaban calientes y la mesa la atendía una señora vietnamita bastante mayor, pero pude entender los motivos del colombiano cuando al final empezó un show musical en el cual se desnudaba una argentina. Todos los del grupo, ya aclimatados a la cerveza local, estaban borrachos. Todos menos yo, no porque tenía la llave de San Simón, sino debido a mi reciente entrenamiento con las cervezas venezolanas, las cuales en ese entonces eran mucho más fuertes que las gringas. Alguien propuso que nos llegáramos a la cercana “Underground Atlanta”, un área histórica de cinco cuadras que quedó sepultada bajo la vialidad de concreto que se construyó en los años veinte para aliviar el tránsito vehicular. En el 78 faltaban todavía dos años para que el área fuera afectada por las instalaciones del metro de Atlanta. La zona era bastante insegura, al punto de que recomendaban visitarla sólo de día. Esa noche estacionamos sin ponerle monedas al parquímetro y descendimos, cada uno con una botella de cerveza medio llena o medio vacía, en la mano. Había muy poca gente en las calles subterráneas y en cada esquina un robusto policía recordaba que había que portarse bien. A uno de nosotros se le cayó la botella de cerveza y el ruido que hizo al romperse fue amplificado por la resonancia del ambiente cerrado. Más fuerte resonaron, sin embargo, las imprecaciones que soltó en español. Como por arte de magia, las calles quedaron desoladas, hasta los policías hicieron mutis por el foro. Todos querían evitar enfrentarse a aquel grupo pendenciero de latinos. Si pudiera ponerle fondo musical a esta escena, indudablemente que le quedaría muy bien el tema de “El bueno, el malo y el feo” del recientemente galardonado compositor Ennio Morriconne.

Tú y Mafalda

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Indudablemente que si un torero se corta la coleta, nadie dejará por ello de reconocerlo. Aparte de caer sobre la espalda, la coleta es un adminículo generalmente postizo que usan los matadores sólo cuando salen al ruedo. Al menos así era en mi etapa de taurino, quizás en este siglo XXI más de un torero anda mechudo y sí se recoge el cabello para salir a lidiar con los astados. Este preámbulo se origina porque en la última prueba escrita que les tomé a mis estudiantes, uno de ellos se presentó sin la frondosa cola de caballo que había lucido a lo largo del trimestre.
Desde que empecé a dar clases allá por septiembre de 1964, me impuse la tarea de conocer a todos mis alumnos, sobre todo cuando los cursos son muy nutridos; no quiero que ninguno de ellos se sienta como un número de carné más al cual hay que encasquetarle una nota al final del trimestre. A la larga sólo permanecen en mi memoria los casos extremos, aquellos que fueron o muy buenos o muy malos estudiantes. Esta no es una regla general, a veces recuerdo a un estudiante promedio por razones distintas a las del rendimiento académico. Inclusive identifico a los estudiantes de electrónica, que sin haber sido alumnos míos se destacan en alguna otra actividad ajena al currículo.
Aun cuando me sé muy bien el nombre y el apellido de , no los voy a revelar. Él era un estudiante de electrónica que tuteaba a todo el mundo, empezando por el rector Mayz, si ese hubiera sido el caso. Para su suerte, nunca tuvo que tomar clases con Nagib Callaos, porque la hubiera pasado bastante mal. Aparte de confianzudo, se las daba de gracioso y a los muchachos que pernoctaban en los laboratorios trabajando en sus proyectos de grado, se les presentaba a media noche con una capa de vampiro y unos colmillos postizos, con la intención de sembrar el pánico. Una noche se metió en uno de los baños y al sentir que entraba supuestamente otro estudiante, desplegó su capa y mostró la dentadura de enrojecidos caninos. Pero se trataba del profesor Nelson Vásquez, quien no se inmutó en lo más mínimo, cosa que no es noticia para quienes lo conocemos bien. El sorprendido fue , quien no sólo se identificó frente al profesor, sino le dijo que lo perdonara, que creía que se trataba de su compañero fulano de tal.
De los que se destacaban por otras actividades, recuerdo con claridad a dos que fundamentalmente eran músicos: Pantalimón Palamides y Ricardo Teruel. De los Palamides, quizás el más conocido es su hermano Costa, dramaturgo, director de teatro y coreógrafo. Y de los Teruel, Alejandro, nuestro flamante secretario que al parecer, al igual que yo, no toca ni la puerta porque tiene la llave. Aprovecho la oportunidad para mencionar que el padre de los Teruel, Guillermo, es el autor de la letra y música de “Juan José”, conocido merengue venezolano que empieza diciendonos que: “Allá viene, allá viene Juan José. Y viene de la gran capital. Más vitoqueao que un pavo real y echándosela de gran señor ...”
A otros los recuerdo por su singular apodo, como son Cáscara y Mafalda. En sus tiempos de uesebista el primero fue dirigente de Fórmate y Lucha, movimiento estudiantil que se identificaba con la izquierda. Cuando llegó a ministro, lo atacaron diciendo que había sido un comandante guerrillero conocido como el Comandante Cáscara. Realmente el remoquete le vino de una novia gringa que tuvo, la cual no podía pronunciar Caracas y decía cáscara. De Mafalda, bromista como el solo, creo que muchos de sus compañeros quizás saben su apellido, mas no su nombre. El sobrenombre le sentaba de maravilla: a su baja estatura se le unía una cabellera que parecía una copia al carbón de la del más famoso personaje de Quino. Me imagino que con los años se habrá cortado la coleta, digo físicamente, porque la condición de jodedor parece que nunca abandona a los que así somos.
En los cursos de Teoría Electromagnética que dicté a principios de la década de los setenta, hay tres casos que recuerdo con simpatía. Como los exámenes eran departamentales, al terminar la primera clase uno de los estudiantes me preguntó que si podía asistir a la sección de la profesora Marta Pérez. Yo, que nunca he obligado a nadie a asistir a clases, lo autoricé pero le pedí que los exámenes los tomara en la sección que le tocaba. Lo divertido del caso es que este estudiante, que resultó ser bueno, terminó realizando su pasantía larga bajo mi supervisión. También tuve un alumno que de no ser por lo fornido, hubiera sido la viva imagen de nuestro señor Jesucristo, con su larga y lacia cabellera y su barba igualmente poblada. En la última evaluación se presentó sin barba y con un corte de cabello tipo militar. Por supuesto que no lo reconocí y le pedí que se saliera del salón, que él no era alumno mío. Tuvo que mostrarme el carné para poder tomar el examen.
Concluyo con el tercero de lo estos casos, el del alumno cuyo nombre se me grabó en el momento de entregar las notas. Tenía que asentar en el acta de examen un cinco muy bien logrado y no recordaba para nada la fisonomía del estudiante. En ese entonces las fronteras entre las notas las fijaba el profesor y no existía ese 85% para el cinco que después impusieron desde arriba y que sólo contribuyó a que la Universidad Simón Bolívar, que nació queriendo ser diferente, empezara a homogenizarse con las demás universidades. Con el discurrir de los años vine a saber porqué había fallado en identificar a ese estudiante. Dentro de aquel largo salón del Básico II, Víctor Manuel Guzmán, con su miopía bien corregida con lentes de cristal verde y montura de carey, se sentaba en la última fila para no entorpecerle la visión a sus compañeros. En la última fila luego y por las mismas razones también se sentaba el flaco Ferrer (nuestro vicerrector José Jesús) cuando fue mi alumno, pero su curso no era tan numeroso y además los salones del MYS eran más pequeños. De paso, Víctor Manuel era alto para su época, al igual que lo fui yo en mis tiempos de muchacho, pero ahora ambos somos unos enanos al lado de nuestros hijos.

Echando carro

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La farsa debe recomenzar es el título de una pretendida novela que terminé de escribir hace unos treinta y cinco años, justamente antes de empezar a trabajar en la Universidad Simón Bolívar. Los originales, pulcramente mecanografiados en hojas tamaño carta, los conservaba en una carpeta de tres anillos y así llegaron a la casa que para ese entonces compré en la urbanización Piedra Azul. Las cuartillas habían empezado a engordar durante los años de la renovación académica en la Universidad Central de Venezuela, cuando por razones de fuerza mayor muchas veces tenía que regresar muy temprano al sitio donde vivía alquilado, la parte alta de una quinta en Bella Vista. Allí, cual gallina picando maíz, a diario atacaba con dos dedos las teclas de una vetusta máquina de escribir. A finales de 1969 ni siquiera tenía sentido acercarse al campus de Los Chaguaramos, pues éste fue cerrado y cercado militarmente. El cheque de pago ya no lo recogíamos en la oficina de Felipe Castro, en la planta baja del edificio principal de la Facultad de Ingeniería, sino en las taquillas del Estadio Olímpico. Para hacer efectivo el sueldo, en lugar de ir hasta la plaza del Rectorado, debíamos dirigirnos a la agencia que el Banco Nacional de Descuento tenía en Sabana Grande, en las inmediaciones del cine Radio City. En aquellos tiempos no existía el mecanismo de pagar la nómina mediante depósitos en las cuentas individuales, hacer una fotocopia era bastante engorroso, las computadoras era monstruos que ocupaban la planta baja de un edificio y la transmisión de datos a través de la red telefónica, génesis de la Internet, apenas empezaba a formar parte de los planes de estudio de ingeniería eléctrica.

El ambiente de trabajo, si es que se puede llamar así, que existía en la Universidad Central generó el éxodo de muchos profesores; gran parte de la plantilla docente, directiva y técnica de la Facultad de Ingeniería emigró hacia la Universidad Simón Bolívar, hecho que jamás pasó por la mente de Héctor Isava cuando un par de años antes había propuesto al Consejo Universitario de la UCV la creación de una nueva institución de educación superior en el área metropolitana. Yo, que del pupitre del alumno de postgrado había pasado a la cátedra del profesor, me fui a trabajar a la refinería de Amuay en búsqueda de experiencia profesional. Entre las pocas cosas que me llevé para el campo petrolero, la única copia de mi novela ocupaba un lugar preferente. Pensé que allá tendría más tiempo para pulir las ideas, pero en realidad en los dos años y piquito que pasé en el estado Falcón, no le añadí ni una sola línea a mi obra de ficción. Eso si, en los dilatados fines de semana de la península de Paraguaná, aprendí en forma autodidacta a usar todos los dedos de ambas manos para golpear las teclas de la máquina de escribir que me compré en Punto Fijo. No digo que aprendí a escribir a máquina, porque no he podido quitarme el vicio de ver el teclado, el cual adquirí desde que era casi un niño; así como en mi casa había una pequeña biblioteca, también siempre hubo una máquina de escribir mecánica, el procesador de palabras de los años cuarenta.

El personaje principal de La farsa… es Karel Amos Masaryk, un profesor de ingeniería de origen checoeslovaco, quien había sido un destacado estudiante tanto en su pregrado en Venezuela, donde estudió becado por una petrolera, como en el doctorado que realizó en los Estados Unidos bajo los auspicios de la universidad venezolana de la cual se había graduado. También fue brillante durante su primer año de docencia en nuestro país, al cual regresó para prestar los años de servicio contemplados en su contrato de becario. Sugirió y logró que se introdujera en el plan de estudios de ingeniería la asignatura electiva Novelas lineales y no lineales, en la cual se daban esquemas matemáticos de alto nivel para la elaboración de obras de ficción. Los objetivos de la materia eran mucho menos ambiciosos que la teoría química del pensamiento esbozada por Morelli en el capítulo 62 de Rayuela, de donde surge 62/Modelo para armar, pero no porque en efecto Karel desconocía la obra de Cortázar, sino por sus propias limitaciones y deformaciones profesionales. De ahí en adelante su rendimiento cayó abruptamente, pues se dedicó a echar carro. No se le podía acusar de hacer la rabona, pues era inteligente y nunca dejó de asistir a su lugar de obligación y mucho menos a sus clases. Consciente de lo menguado de sus ingresos y viendo la prosperidad económica de sus compañeros de promoción, que se habían conformado con el solo título de ingeniero y de los cuales ninguno le daba ni por las patas, decide ejercer la profesión a escondidas, violando su condición de profesor a dedicación exclusiva. Empezó a trabajar por horas en una firma de ingeniería vecina a la universidad, sin que se notara mucho su ausencia. Parqueaba el carro bien temprano en uno de los sitios más visibles del estacionamiento de la facultad, llegaba a su cubículo, dejaba el saco del flux sobre el respaldar de la silla y se marchaba a pie, tan pronto fuera posible, para buscar más allá de los confines universitarios un dinero extra. Camuflaba la prematura calva bajo una gorra de visera que nunca usaba en su vida normal, se ponía unos lentes oscuros correctivos que tampoco eran parte de su atuendo usual y cerciorándose a través de los postigos del cubículo de que no había nadie en el pasillo, agarraba las de Villadiego. Surgen una serie de conflictos en la universidad, se dan agrias discusiones entre los colegas por razones políticas, se rompen amistades de muchos años y la universidad, como un todo, se derrumba. Cuando finalmente se vislumbra la posibilidad de reconstruir sobre las ruinas, buscan como decano a una persona conciliatoria y seleccionan al checo, hoy en día diríamos el eslovaco, quien por razones obvias no había peleado con nadie. La novela logra arrancar, porque el tipo llega a un cargo al que siempre había anhelado pero no pierde la costumbre de echar carro.

Volviendo al plano real, al ser designado Ernesto Mayz Vallenilla como rector de la Universidad Simón Bolívar, realiza una poda radical en el personal docente que había heredado de la Universidad de Caracas, en la cual inevitablemente pagaron justos por pecadores. Entre los botados estuvo Marcelo Guillén, quien a la postre sería el cuarto rector de la Simón Bolívar, si se toma en cuenta el interinato de Antonio José Villegas. Sin chamba y con unos hijos que mantener, el negro Guillén va de puerta en puerta vendiendo electrodomésticos. En esa actividad duró poco tiempo, pues la universidad abre un concurso de credenciales y él se lo gana, demostrando que había formado parte del grupo de profesores primigenios por su formación y preparación y no por el simple hecho de ser adeco. Cuando desde las arenas de la Asociación de Profesores Guillén lanza su candidatura al rectorado, quisieron atacarlo por haber ejercido la poca académica actividad de vendedor. Esta arremetida poco pesó, pues todo trabajo honesto ennoblece, argumento al cual apelaré a continuación.

Cuando en años recientes un empleado administrativo de la Universidad Simón Bolívar ascendió a las más altas esferas de la contienda política, quisieron atacarlo diciendo que él había empezado a trabajar en la universidad como un simple obrero. Para mí, esto es más bien una credencial de mérito. Indagando por aquí y por allá, nadie dijo que fuera una mala persona, pero que se lo pasaba echando carro, lo cual es fácil de entender. A diferencia del personaje de mi novela, este funcionario vino de abajo y durante su vida de trabajador universitario tuvo como norte la superación personal, logrando alcanzar no sólo un título profesional sino también uno de postgrado. También conocí a una secretaria que era experta en el arte de echar carro, pero justifiqué su conducta al verla por el campus ataviada con su toga y su birrete. Lo malo es que en este último caso y después del ascenso que se ganó, dicen que la chica sigue echando carro, porque aparentemente se habituó a ello, pero confieso que no sé si ahora está sacando un postgrado.

A veces no es tan malo pasar inadvertido. A raíz de un conflicto que se presentó en electrónica con un profesor que no tenía título universitario, las autoridades rasparon al Coordinador de la carrera, al jefe del Laboratorio C y al jefe del Departamento, aduciendo que se trataba de problemas personales entre los actores. Para llenar las vacantes trajeron como Coordinador a un destacado profesional de la electrónica que trabajaba en el IVIC, en el laboratorio C nombraron a un profesor que hasta ese momento había trabajado a medio tiempo y no había estado inmerso en el diario trajinar y en el Departamento a un profesor que había estado de reposo por haber sufrido un neumotórax. Todos los seleccionados gozaban de excelentes credenciales porque, como yo digo, en la universidad abunda la gente preparada. Yo nunca falté al trabajo y mucho menos cuando detenté altos cargos; cuando me preguntan que si acaso me sentía imprescindible, digo que no, porque para ser indispensable habría que ser inmortal. La razón para no faltar radica en que si no vas a tu trabajo podrían darse cuenta de que no haces falta. Para finalizar les diré que los borradores de la novela desaparecieron como por arte de magia después que me casé. A mi mujer, que fue mi único lector, no le había gustado nada y decía que el ambiente académico en el cual se desarrollaba no era más que un pretexto para presentar escenas de sexo.

Cuarenta años haciendo historia

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Para finales de 1966 ya la Universidad Central de Venezuela había llenado todas las plazas disponibles con un gran número de los bachilleres que a lo largo del país habían culminado exitosamente sus estudios secundarios en julio de ese año. Sin embargo, no todos los que salieron “lisos” habían conseguido inscribirse en alguna universidad; además, el contingente de los sin cupo aumentó notablemente una vez que los liceos realizaron en septiembre los exámenes de reparación. Así que al reiniciarse las actividades en la Central en enero de 1967, la primera reunión ordinaria del Consejo Universitario que se convocó tuvo como tema central la imposibilidad de que esa institución pudiera atender la creciente demanda de cupos en la Educación Superior en el área metropolitana. A escasos nueve años del derrocamiento de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, la consolidación de la reapertura de la Universidad del Zulia y la creación de las universidades experimentales de Oriente y de la Región Centro Occidental, no daban una respuesta cuantitativa satisfactoria a los deseos del régimen democrático de lograr una sociedad igualitaria, objetivo en el cual juega un papel preponderante el acceso cada vez mayor de los venezolanos a las instituciones universitarias. El problema del cupo, que no da asomos de perder vigencia en la vida nacional a pesar de los intentos de aumentar desmedidamente el número de admitidos, afectaba a todas las universidades venezolanas que eran, además de las ya mencionadas, la Universidad de los Andes, la Universidad de Carabobo, la Universidad Católica “Andrés Bello” y la Universidad Santa María, privadas estas dos últimas.

Esperando que se completara el quórum reglamentario, el Rector Jesús María Bianco se paseaba impaciente por el recinto. Tratando de aprovechar el tiempo y para librarse un poco de la carga que lo agobiaba, el Rector informó a los presentes, entre los que se encontraban el Decano de la Facultad de Ingeniería Héctor Isava y la Representante del Ministerio de Educación Mercedes Fermín, que se habían preinscrito dos mil bachilleres y que la universidad no tenía ni el espacio suficiente ni contaba con el profesorado necesario para atender a tantos estudiantes. Una vez iniciada la sesión, el debate rápidamente se caldeó. Cuando le tocó el derecho de palabra, el Decano Isava dijo que si esa era la situación, se debería dirigir una comunicación al Ministro de Educación para informarle del problema y sugerirle la creación de otra universidad nacional en el área metropolitana para aliviar a la Universidad Central. La discusión se hizo más acalorada, el rechazo fue similar al que recibiera en el mismo Cuerpo el proyecto de creación de la Universidad de los Andes en una fecha mucho más remota, quedando la sensación de que la idea sólo había tenido una vida fugaz, de menos de un día. Se argumentó que si ya a la Universidad Central se le estaba restringiendo el presupuesto, al crearse otra universidad sería imposible conseguir los recursos porque la partida resultaría insuficiente por la cantidad que debería dársele a la nueva universidad, la cual de paso no sería autónoma.

La profesora Fermín le dijo al Decano Isava que no se preocupara por la negativa, que ella misma se reuniría con el presidente Leoni y le llevaría la proposición. En los prolegómenos de la siguiente reunión del Consejo Universitario, la profesora Fermín le informó al decano Isava que ya había hablado con el presidente y que a éste le había gustado mucho la idea, que ese era el regalo que él le iba a hacer a la ciudad de Caracas en los cuatrocientos años de su fundación. Así la chispa se propagó desde el Presidente de la República Raúl Leoni a través del Ministro de Educación José Manuel Siso Martínez y del Viceministro Humberto Rivas Mijares, quien a la postre firmaría el Decreto de creación como Ministro Encargado. Los días 10 y 15 de mayo de 1967 el despacho de Educación emite sendas resoluciones de creación y designación de la Comisión que realizaría el estudio sobre un futuro centro de Educación Superior en el área metropolitana. Integraron la Comisión los doctores Luis Manuel Peñalver, quien la presidió, Luis Manuel Carbonell, Mercedes Fermín, Héctor Isava y Miguel Ángel Pérez. Lógicamente todos eran o militantes de Acción Democrática o simpatizantes de ese partido, salvo Héctor Isava a quien se le identificaba con el Partido Socialcristiano COPEI. Por esta razón al 18 de julio se conoce como el aniversario adeco de la Universidad Simón Bolívar, ya que en ese día del año 1967 y mediante Decreto N° 878 de la Presidencia de la República, el Dr. Leoni da inicio a la vida jurídica de la Universidad de Caracas, nombre que recibió la nueva institución en homenaje a la ciudad cuatricentenaria y que no pudo conservar ya que fue reivindicado como suyo por la Universidad Central de Venezuela. Y es así como surge, por Decreto del 9 de julio de 1969 del Presidente Rafael Caldera, la denominación definitiva de Universidad Simón Bolívar, nombre que crea en todos los miembros de la Institución el compromiso de garantizar con sus acciones, que la proyección y relevancia de la Universidad sean siempre dignas de nuestro libertador.

Cuarenta años atrás la Universidad Simón Bolívar no era más que unas pocas líneas en la Gaceta Oficial de la República de Venezuela del 22 de julio de 1967, un embrión cuyo texto no superaba en extensión el espacio ocupado por los nombres y cargos de los integrantes del Gabinete Ejecutivo que refrendaban el Decreto: Reinaldo Leandro Mora, Ignacio Iribarren Borges, Benito Raúl Losada, Ramón Florencio Gómez, Luis Hernández Solís, Leopoldo Sucre Figarella, Humberto Rivas Mijares, Alfonso Araujo Belloso, Alejandro Osorio, Simón Antoni Paván, J. M. Domínguez Chacín, José S. Núñez Aristimuño y José Antonio Mayobre. Pero los cuatro considerandos y los siete breves artículos allí contenidos empezaron a dar sus frutos apenas siete años después del soplo inicial, en forma de graduados de alta calidad. El prestigio que alcanzó con suma rapidez la Institución, tuvo sus más profundas raíces en la renovación académica ocurrida en la Universidad Central de Venezuela en 1968, el año del “mayo francés”. Pero antes de hablar del elemento humano, debemos mencionar brevemente la búsqueda de los terrenos en los cuales se asentaría la Institución.

En agosto de 1967 el Director de Edificios del Ministerio de Obras Públicas, Ingeniero Enrique Sánchez Vegas, designó al siempre bien recordado ingeniero Wilhelm Mächler Fehr (Don Guillermo, como lo llamábamos con cariño), para que se dedicara a estructurar los programas educacionales y los principios básicos a través de los cuales se habría de regir la Universidad Experimental de Caracas. Ese mismo mes se establece el presupuesto para 1968; se reafirma el carácter experimental de la Institución, dentro de una concepción de sistema regional universitario, no sometida al régimen autonómico; se delinean el gobierno universitario y su estructura académica y se plantea el inicio de las actividades para el segundo semestre de 1968. Según el proyecto, las primeras clases se dictarían en una sede provisional, posiblemente habilitando edificaciones para viviendas que estaban siendo construidas por el Banco Obrero. Para la ubicación definitiva se mencionaban las alternativas de La Urbina y Sartenejas. El 11 de diciembre de 1967 la Comisión Organizadora discute en detalle el número de alumnos en los cursos de teoría y en los grupos de laboratorios de física, química, biología, geografía e idiomas. Se señala la conveniencia de incluir un laboratorio de matemáticas (computadoras) y un laboratorio de tecnología de materiales. Se habla del edificio de la biblioteca, el cual tendría una capacidad inicial de 60.000 volúmenes.

El segundo punto de la reunión del 11 de diciembre de 1967 versó sobre la ubicación definitiva de la universidad. Los Teques constituía la primera de cuatro opciones, en terrenos que ya habían sido ofrecidos a la Universidad Central de Venezuela, con buenas facilidades de transporte y de construcción. Las zonas más altas de los Valles del Tuy seguían el orden de prioridades, en el área de Santa Lucía. Las dos opciones finales también se enmarcaban dentro del concepto de ciudad satélite, aun cuando estaban más próximas al área metropolitana: Sartenejas y La Urbina. La última fue desechada por el elevadísimo costo del terreno. En Sartenejas el precio también era alto y se presentaban dificultades de transporte. De cómo se solventaron los aspectos económicos escapa del alcance de este breve recuento. Es de Perogrullo mencionar que los problemas de transporte han empeorado, al punto de que para mayo de 2007 la situación es realmente caótica. La comunicación vial sigue siendo a través de estrechas carreteras vecinales hacia Baruta, La Trinidad, La Boyera y Hoyo de la Puerta, éste último en la Autopista Regional del Centro. La única vía que se ha construido en la zona, la variante La Trinidad-Piedra Azul, sólo ha contribuido a crear un embudo a la entrada de esta última urbanización. El volumen del tránsito automotriz ha aumentado considerablemente, tanto por la influencia de la universidad como por los gigantescos desarrollos habitacionales de la hoya de El Hatillo. La densidad de construcción permitida en Los Guayabitos se ha multiplicado legalmente por diez, pero sus efectos no se han visto ya que muchas de las construcciones previstas no han arrancado por razones económicas. Afortunadamente los terrenos de La Limonera no son aptos para edificaciones de cierta envergadura, pero sin embargo aportan su pequeña cuota al desorden habitacional. Además, los vehículos que se dirigen hacia el este de Caracas provenientes de los Valles del Tuy, de los Valles de Aragua y de parte de los Altos Mirandinos prefieren tomar la vía de Sartenejas para evitar el increíble embotellamiento que se presenta a diario en la autopista Valle-Coche. Lo cierto es que el bucólico Valle de Sartenejas de fines de los años sesenta, con sus sembradíos, sus arroyos y su fauna silvestre, se ha transformado en una pequeña ciudad donde más de treinta edificaciones comparten estrechamente el terreno disponible aunque, y esto gracias al terco empeño de los fundadores, los parques de la entrada constituyen todavía un hermoso recuerdo de ese cercano pasado.

El Decreto de la Presidencia de la República que declara a Sartenejas como zona especialmente afectada para la construcción de la Universidad Experimental de Caracas, es firmado por el Presidente Leoni el 27 de agosto de 1968, afectación que se transfiere a la Universidad Simón Bolívar –una vez que recibió el nombre definitivo- mediante Decreto del 19 de noviembre de 1969 del Presidente Caldera. El 30 de diciembre de 1968 había sido designado Rector de la Institución el Dr. Eloy Lares Martínez; seis meses y medio después, el 15 de julio de 1969, asume el Rectorado el Dr. Ernesto Mayz Vallenilla, quien ejercería el cargo durante nueve años y ocho meses, lapso durante el cual le imprimió a la Universidad Simón Bolívar muchas de las características que ella tiene, tanto en lo físico como en lo académico y en lo administrativo. Fue durante los primeros meses de la gestión del Dr. Mayz Vallenilla, cuando quien esto escribe vino por primera vez al Valle de Sartenejas, en septiembre de 1969 y en compañía de los profesores Roberto Chang Mota y Luis Fábregas, a entrevistarse con el entonces Vicerrector Administrativo, el profesor Federico Rivero Palacios. La intervención por parte del Rector Bianco de la Facultad de Ingeniería de la Universidad Central de Venezuela, punto crucial de la tristemente célebre renovación académica, impulsó a muchos de sus profesores a buscar panoramas más alentadores en dónde cristalizar sus anhelos de formar a las generaciones del futuro. Mediante la intervención se desconocieron las legítimas autoridades de la Facultad, y decimos legítimas con toda propiedad, ya que a la postre y cuando ya nuestra Alma Mater estaba severamente herida, la Corte Suprema de Justicia vino a darnos la razón a los ocho profesores que impugnamos ante el Alto Tribunal la intervención. De esa época son los primeros recuerdos que tenemos de Sartenejas, muy similares a los del catirito que pocos meses antes había llegado al Valle manejando un Volkswagen y acompañado por el menor de sus hijos. El Jefe de Servicios Generales Nelson Suárez Figueroa atendió cordialmente al visitante, sin saber en ese momento que se trataba del nuevo Rector, el Dr. Mayz. Mencionamos a Suárez porque los nombres son parte de la historia de la Universidad, así como también debemos mencionar a Benjamín Mendoza, María Quintero, Roberto Chang Mota, Miguel Caputti, el “galleguito” Manolo Otero, José Santos Urriola, Alicia de Padrón, Marcelo Guillén, Segundo Serrano Poncela, Elena Granell, Senta Essenfeld Yahr, Eleonora Vivas, Wilhelm Mächler, Ignacio Leopoldo Iribarren Terrero, Roger Carrillo, Argimiro Berrío, Eduardo Vásquez, Lil Campos, Sabás Díaz, María Elena Fragachán, “Perucho” González, Reina Barrios de Maldonado, Roldán Mendoza y Víctor Rodríguez.

En septiembre de 1969 vimos, entrando por lo que hoy es la salida de la Universidad, los sembradíos de hortalizas y los cultivos de rosas y salsifí a nuestra derecha; a la izquierda, sobre una pequeña colina, los restos de las columnas de la plaza de toros del club Sartenejas y más adelante, en el mismo lado, la casa de la hacienda, con sus caballerizas hacia el patio. Ya, bajo las piquetas de los obreros y el concurso de la argamasa que desplazaba a los equinos, las caballerizas empezaban a tomar la fisonomía de galpones (perdón Dr. Mayz, pabellones) que albergarían aulas. Fue en ese fértil Valle de Sartenejas donde, el 19 de enero de 1970, el presidente Caldera y el Rector Mayz dictaron las primeras clases a los quinientos ocho alumnos que empezarían a egresar en julio de 1974. El elemento humano calificado, encabezado por un universitario de incuestionable trayectoria como Mayz Vallenilla, secundado por un grupo de trabajo que se había fogueado durante largos años en la Facultad de Ingeniería de la Universidad Central de Venezuela y que fue literalmente transplantado sin rechazo a Sartenejas, fue la clave del temprano éxito de la Institución. Transcurridos apenas cuatro años y medio desde el dictado de las primeras clases, los ingenieros de la Simón Bolívar empezaron a darse a respetar en los círculos profesionales. Decimos ingenieros, ya que las carreras científicas y las de técnicos superiores vinieron después y también con el tiempo se diversificaron las fuentes de origen de los profesores. Al influjo de una universidad de creciente reputación en un país que gozaba de una moneda fuerte, llegaron numerosos profesores de distintas partes del orbe. Muchos de ellos ya se han marchado, pero una cantidad significativa, tanto por el número como por la calidad, ha afianzado sus raíces en Venezuela. Los egresados, en un beneficioso incesto, han ampliado sus conocimientos dentro y fuera del país a través de cursos de Maestría y Doctorado y se han ido incorporando con el correr del tiempo a la planta profesoral, al punto que todos los integrantes del equipo rectoral que actualmente rige los destinos de la Universidad Simón Bolívar obtuvieron su primer título en esta institución.

No queremos cerrar esta líneas sin hacer mención de Núcleo Universitario del Litoral, iniciativa de la Universidad Simón Bolívar que satisfizo, en parte, una vieja aspiración del Litoral Central, de contar con una Institución de Educación Superior. Antes del deslave de fines de 1999, hecatombe que borró del mapa gran parte del campus universitario de Camurí Grande, éste compartía con Sartenejas el esplendor de las instalaciones. También es un denominador común entre los dos programas el prestigio de sus egresados. En sus treinta años de funcionamiento, los cuales se cumplieron el pasado 12 de febrero, el Núcleo ha entregado al país una pléyade de técnicos superiores que han venido a llenar con creces el vacío que existía en importantes ramas técnicas y administrativas. Dice la conseja que lo que sucede es lo mejor, cuando sucede lo mejor. Los avatares de la naturaleza han permitido demostrar la factibilidad de que los programas de formación de técnicos superiores se realicen a cabalidad en el Valle de Sartenejas. Y en estos momentos críticos, cuando se habla de un éxodo forzoso y condicionado de los profesores hacia la sede de Camurí, yo me atrevería más bien a proponer una refundación diversificada. Que no se hable del Núcleo en términos geográficos exclusivamente, sino más bien de un Núcleo de Carreras Técnicas, las cuales pueden dictarse en cualquiera de las sedes de nuestra querida universidad.

La sección Venezuela del IEEE

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En Venezuela, al igual que en los Estados Unidos de América, el Instituto de Ingenieros Electricistas y Electrónicos (IEEE) se desarrolla apoyado en dos bastiones: la academia y la industria. A principios de 1967, veinte años después de haberse iniciado los estudios de ingeniería eléctrica en nuestro país, un grupo de ingenieros electricistas encabezados por el entonces Director de la Escuela de Ingeniería Eléctrica de la Universidad Central Roberto Chang Mota y del cual yo formaba parte junto con Gonzalo Van der Dys, constituyó el Comité Organizador de la Sección Venezuela del IEEE. El punto clave fue la visita que a nuestro país hiciera el entonces presidente del Instituto, Walter MacAdam. En la primera reunión preparatoria que se celebró supimos que nuestro visitante era descendiente de John MacAdam, el inventor del procedimiento de pavimentar carreteras conocido como macadam. Armando Enrique Guía, quien había sido profesor de Roberto Chang, fue el artífice de la visita de MacAdam. Las gestiones del ilustre visitante culminaron con éxito el 18 de marzo de 1967, fecha que se recoge como la de la fundación de la Sección Venezuela del IEEE. Guía, quien había obtenido, creo que en 1950, el grado de Doctor en Ingeniería Civil en la Universidad Central de Venezuela, sacó luego una maestría en ingeniería eléctrica en la Universidad de Illinois y presumo que fue uno de los primeros miembros venezolanos del IEEE. Mucho antes debe haberlo sido Melchor Centeno Vallenilla, cuyas primeras publicaciones vieron la luz en “Radio World” en 1933, pero su especialización en el campo de la luminotécnica hizo que sus no escasas publicaciones aparecieran en el “Journal of the Optical Society of America”.Yo por mi parte fui miembro estudiantil del IEEE en 1963, cuando realizaba mis estudios de maestría en ingeniería eléctrica en Chicago, en el Illinois Institute of Technology.

Para 1967 existía, en proceso de consolidación, la Asociación Venezolana de Ingenieros Eléctricos (sic) y Mecánicos, AVIEM, y se abrigó el temor de que la presencia de la prestigiosa sociedad internacional pudiera afectar las actividades de una asociación cuya membresía era bastante reducida. Sirva como ilustración el hecho de que cuando en agosto de 1962 egresé de la escuela de Ingeniería Eléctrica y me inscribí en el Colegio de Ingenieros de Venezuela, me tocó ser el miembro 4028 de una lista que se inicia con Antonio José de Sucre. En 1964, cuando regreso a Venezuela después de haber terminado la maestría y me inscribo en la AVIEM aconsejado por mi antiguo profesor Raúl Valarino Hernández, fui apenas el miembro 143. Sin embargo y con toda su juventud, ya en la AVIEM se hablaba de la vieja guardia y de la nueva guardia. Con la inscripción masiva de nuevos miembros el grupo de la nueva guardia, al cual yo pertenecía por razones etarias y el cual encabezaba el ingeniero mecánico Alberto Méndez Arocha (el viti Méndez) ganó las elecciones de 1966, dando al traste con las aspiraciones hegemónicas de los más antiguos. Como nota pintoresca debo mencionar que en unos pocos años nos convertimos en la vieja guardia de la AVIEM y confiábamos en la victoria de nuestro candidato, Gonzalo Van der Dys, con base en su trayectoria y dedicación a la AVIEM, parte de ese servicio gremial obligatorio (parafraseando al amigo y académico de la lengua Luis Barrera Linares) que algunos nos imponemos. La victoria fue para Roberto Chang Mota, por la avalancha de votos de los nuevos miembros que se inscribieron a raíz de los comicios, recordándonos de paso que lo que es igual no es trampa.

Retomando la senda principal, en 1967 presidía la AVIEM el ingeniero electricista Luis Alfonso Alvaray Dreyer, mientras que Gonzalo Van der Dys y yo éramos los otros dos representantes de esa rama , estando los mecánicos representados por Francisco Barea y Manuel Díaz Hermoso. Fue de Roberto Chang la idea de escoger como primer presidente de la sección Venezuela del IEEE al presidente de la AVIEM, obviando de paso la organización de elecciones dentro del reducido número de miembros que residían en Venezuela, que seguramente no llegaba a los cuarenta exigidos por los reglamentos del IEEE para la creación de una sección. Sin embargo, estando la creación fomentada por el propio presidente del IEEE, el directorio del instituto procesó la petición al verla como un mecanismo que justamente permitiría incrementar el número de socios. Así que Luis Alvaray, fallecido en 2005 e integrante de la séptima promoción de ingenieros electricistas de la UCV (1958), fue el primer presidente de la Sección Venezuela del IEEE y ésta tuvo su sede en el parque Los Caobos, en las instalaciones que la AVIEM tenía en el Colegio de Ingenieros. Tanto la rama estudiantil de la UCV como la de la Universidad de Carabobo fueron fundadas ese mismo año y sus primeros consejeros fueron el profesor Alberto Rodríguez Marciales, a la sazón Director de Coordinación de la Facultad de Ingeniería de la Universidad Central de Venezuela y el profesor Wilfredo Mesa, respectivamente. Cuando se pensó por primera vez en la publicación de una revista del IEEE para la Región 9, en Nueva York escogieron a Armando Enrique Guía para tal responsabilidad, pero sus ocupaciones no le permitieron asumirla. El maestro Guía, quien me conocía por haber sido jurado de mi primer trabajo de ascenso y por ser yo el editor de “Ingeniería Eléctrica y Mecánica”, el órgano divulgativo de la AVIEM, me recomendó ante el IEEE y asistí como representante de nuestro país a la reunión preparatoria que se realizó en Ciudad de México, donde nuestro espléndido anfitrión fue el bien recordado Francisco Hawley, presidente de esa sección (creada en 1922 como filial del American Institute of Electrical Engineers, AIEE) y luego presidente de la Región 9 (1968-1969). A mi regreso al país fui confirmado como editor asociado por Venezuela de “IEEE Electrolatina”, revista que tuvo una corta existencia y un éxito relativo, pero que al menos y a diferencia de muchas publicaciones, fue más allá de la primera edición. La razón fundamental por la cual este esfuerzo que no continuó lo fue la baja producción de artículos técnicos, base esencial de cualquier publicación periódica.

Durante la carrera había usado, además de los clásicos, los libros de más reciente publicación en sus versiones originales en inglés, empastadas e impresas en papel de alta calidad, que nos recomendaban los profesores y que adquiríamos en la librería que la Organización de Bienestar Estudiantil (OBE) mantenía en la plaza del rectorado, manejada por la gente que luego fundó Técniciencia Libros o en la Librería Técnica Vega, que en ese entonces estaba en la avenida Urdaneta, vecina al mercado Guaicaipuro y no muy lejos del Colegio de Ingenieros, en la zona donde luego construyeron la avenida Libertador. En la calurosa y estrecha biblioteca de la Facultad de Ingeniería también se conseguían ejemplares de reciente data. Recuerdo haber consultado en esa biblioteca en 1961 el libro “The Theory of Optimum Noise Immunity” de V.A. Kotelnikov, un clásico de las comunicaciones eléctricas publicado en 1959 por la McGraw-Hill y cuyos resultados serían incorporados a los libros de texto sólo en 1966. Mi primer contacto con las publicaciones del AIEE y del Institute of Radio Engineers, IRE, sociedades que se fusionarían el 1° de enero de 1963 para crear el IEEE, fue en las bibliotecas de La Electricidad de Caracas en San Bernardino y del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas, IVIC, en los altos de Pipe, respectivamente. De esa época es el logo del IEEE que muchas veces lucimos con orgullo en la solapa del saco: la cometa de Benjamín Franklin, que simboliza el espíritu de investigación e innovación, decorada con una regla gráfica básica del electromagnetismo, la de la mano derecha. En Chicago consulté tanto las publicaciones del IRE como del IEEE cuando tuve que realizar un trabajo en la materia Antenas, que versó sobre antenas de diagrama de radiación periódico en el logaritmo de la frecuencia, o simplemente “Antenas log-periodic”. Tal trabajo lo publiqué luego en español en el “Boletín de la Facultad de Ingeniería”, traducción que considero bastante deficiente, pues estaba demasiado cerca de su versión original en inglés y además en ese entonces yo desconocía el grueso de la terminología castellana de esa área. Más adelante tuve tesistas en el área de las antenas y las fotocopias de las publicaciones periódicas del IEEE que necesitaba, las traía yo mismo de Nueva York. Con el tiempo y bajo el auge de las ramas estudiantiles, la biblioteca de la Facultad de Ingeniería se suscribió a las diversas publicaciones del IEEE.

El grueso de los que laborábamos inicialmente en el IEEE proveníamos de la Facultad de Ingeniería de la Universidad Central de Venezuela. En 1969 la renovación académica sacudió los cimientos de la Facultad de Ingeniería, causando el éxodo de muchos profesores. Yo, que me desempeñaba como Coordinador General del Proyecto UNESCO VEN-3, emigré hacia la península de Paraguaná y trabajé como ingeniero de campo en la refinería de Amuay de la Creole Petroleum Corporation. El cargo de coordinador de un proyecto internacional me daba todas las facilidades para realizar mis labores relacionadas con el IEEE, incluyendo apoyo secretarial y logístico. Es más, las visitas que tenía que hacer a Nueva York en asuntos relacionados con el proyecto las coordinaba con los congresos del IEEE y de paso visitaba la Casa Principal del IEEE, pero no iba a entrevistarme con el Gerente General Donald G. Fink, sino con las “viejitas” que manejaban los diversos asuntos. Las actividades estudiantiles estaban a cargo de Emma White, Una B. Lennon trabajaba con los premios y a la polifacética Emily Sirjane le tocaban la membresía, las trasferencias, las secciones y los socios honorarios (Fellows). Al llegar a Amuay simplemente me había alejado, no sólo física sino hasta postalmente, del grueso de los miembros y tuve que renunciar a mi condición de Editor Asociado de Electrolatina, cargo para el cual recomendé a otro miembro de la Creole residenciado en Caracas: Henri Allais. Sin embargo, ya para ese entonces esta revista había caído en picada. Igual suerte corrió la sección venezolana, creándose un vacío que a duras penas trataron de llenar alrededor de 1974-1975 Enrique Jorge Tejera Rodríguez y Gilberto Granadillo, ambos profesores de la nueva Universidad Simón Bolívar. Después de un período de inactividad de duración desconocida un grupo de colegas de Valencia, estimulados por el Ing. Ruperto Jiménez, Pasado Director Regional, tomó la tarea de reactivar la Sección Venezuela. Le tocó al Ing. Francisco Naveira, entonces en CADAFE, ejercer la Presidencia durante 1982-84. Posteriormente el Prof. Aldo Bianchi, quien durante muchos años había mantenido la presencia activa del IEEE como Profesor Consejero de la Rama Estudiantil de la Universidad de Carabobo, ejerció la Presidencia de la Sección en el período 85-87.

Cabe destacar que en el año 1985 se realizó la Reunión Regional en Caracas, siendo Director Regional el Ing. Ramiro García de México. En esa Reunión fueron premiados con la "Medalla del Centenario", en reconocimiento a sus destacadas trayectorias profesionales, los Ingenieros Melchor Centeno, Mario Morales, Alberto Naranjo, Luis Pablo Poli y Oscar Machado Zuloaga. En el año 1988 la Presidencia recayó en el Ing. Pedro Martínez que fue sucedido en 1990 por el Ing. Asdrúbal Romero, posteriormente Rector de la Universidad de Carabobo; y como lo resalta Aldo Bianchi, fue la primera vez que en Venezuela un ex Presidente de Sección accedía a tan alta investidura. En 1992 retomó la Presidencia de la Sección Venezuela el Prof. Aldo Bianchi quien en 1993 fue sucedido por el Ing. José Gregorio Díaz de la Universidad de Carabobo. El 18 de agosto de 1983 se creó la Rama Estudiantil del Instituto Universitario Politécnico de las Fuerzas Armadas-IUPFAN (cuyos primeros Profesores Consejeros fueron: 84-85 Mario Petrizelli; 86-87 Vicente Tanasis; 90 Enzo Carpentiero). El 8 de abril de 1986 nace el Capítulo de Comunicaciones y Microondas cuyo Chairman desde esa fecha es el Profesor Aldo Bianchi. En marzo de 1989 se funda la Rama Estudiantil de la Universidad Simón Bolívar, la cual tuvo como primer Profesor Consejero al Profesor Germán González. Poco después se establece el Chapter de Potencia liderado por los Profesores Juan Bermúdez y Ramón Villasana de la USB y más tarde las Ramas Estudiantiles de la Universidad de Los Andes-ULA, cuyo primer Consejero fue el Profesor Rubén Molina y UNEXPO-Universidad Experimental Politécnica de Barquisimeto. En ese entonces se decidió tratar de darle al IEEE una mayor presencia nacional y se acordó escoger la Directiva de la Sección con colegas principalmente de Caracas, con la idea de crear una sección Valencia-Occidente y otra Caracas-Oriente coordinadas por el Consejo Venezuela; así en 1995 accedió a la Presidencia de la Sección el Profesor Alberto Urdaneta de la USB quien promoviera la creación del Consejo Andino y en 1999 la asume el Prof. Juan Bermúdez, quien lideró la organización de la I Conferencia Internacional del Área Andina del IEEE - ANDESCON99 (Premio del Mayor Logro de la Región 9 en 1999, otorgado por el IEEE Mundial), la creación de las Ramas Estudiantiles de la Universidad del Zulia, la Universidad Fermín Toro y la Universidad Bicentenaria de Aragua.
Como otros datos importantes pueden recordarse el “II Simposio sobre Redes Locales” en 1991, la presencia del Ing. Rubén Kustra para dictar cursos sobre Comunicaciones Digitales en Valencia y Caracas en 1992, el primer Boletín Electrónico emitido por la Rama Estudiantil de la ULA a través de Carolina Casanova en marzo de 1993, seguido por el Boletín Electrónico de la Sección Venezuela y por el Boletín del Capítulo de Comunicaciones y Microondas que se emite actualmente, el convenio con el Centro de Información y Documentación de la Universidad de Carabobo para la instalación de un sistema en banda C para recibir video conferencias, la visita de Conferencistas Distinguidos de IEEE, que comenzaron en 1986 y se repitieron en varias ocasiones, y la organización en 1997 de otros Capítulos Técnicos (Control Systems and Industrial Applications). Destacan a su vez, las conferencias internacionales del Capítulo de Computación, lideradas por el Prof. Nagib Callaos y las versiones del ICCDS del capítulo de electrónica, cuyo chairman es el Prof. Francisco García Sánchez.

De la cooperación académica internacional entre los profesores de la Universidad Simón Bolívar (USB) y la University of Central Florida (UCF) surgió la realización de la “IEEE International Caracas Conference on Devices, Circuits and Systems” (ICCCDS), cuyo objetivo es suministrar un foro internacional para establecer y mantener contactos profesionales para el intercambio y la discusión de información técnica, conocimientos y experiencias recientes en diversas áreas de la ingeniería eléctrica y electrónica. La conferencia tiene como sede el área del caribe; su primera reunión se efectuó en diciembre de 1995 en la Universidad Simón Bolívar, luego en Porlamar en marzo de 1998, en Cancún en el 2000, en Aruba en el 2002, en República Dominicana en el 2004 y en Cozumel en el 2006. Detrás de esta labor han estado Roberto Callarotti del INTEVEP y los profesores de la USB Adelmo Ortiz Conde, Francisco J. García Sánchez y Víctor Manuel Guzmán Arguis. Valga la pena mencionar que para el 2007 las siglas de la conferencia no han cambiado, pero la palabra Caracas ha sido sustituida por Caribbean, quizás por estar enmarcada dentro de la concepción original y ser más cónsona con la variedad de sedes que ha tenido.

Nunca he compartido la tesis de que si uno no habla bien de su propia persona, nadie más lo va a hacer. Sin embargo, a lo largo de estas líneas no he podido dejar de mencionar mi participación personal. Quisiera finalizar diciendo que alrededor de 1972 o 1973 fui el primer Senior Member venezolano del IEEE, distinción que otorga el instituto a solicitud del interesado y previo examen de las credenciales; este grado lo recibió varios años después y con sobrados méritos, otro miembro de la academia prestado a la industria: Roberto Callarotti. Por su parte, el sector industrial nos dio la satisfacción de contar con el primer Fellow venezolano del IEEE, Antonio Vicentelli. El grado de Fellow es conferido por el Board of Directors, por iniciativa de los mismos directores y debe recaer sobre una persona con un record extraordinario de logros en cualquiera de los campos de interés del IEEE. El número de miembros seleccionados en un año no excede del uno por mil de la membresía total del IEEE.

Referencias:
Bianchi, Aldo N.: [en línea]: “Historia del IEEE, sección Venezuela hasta 1998”
www.ewh.ieee.org/reg/9/noticieeero/edicion.htm

Proceedings of the Second IEEE International Caracas Conference on Devices, Circuits and Systems. Isla de Margarita. Marzo 2 al 4 de 1998.
About the IEEE [en línea]: “IEEE Fellow Program History.”
http://www.ieee.org/portal/site/mainsite/menuitem.818c0c39e85ef176fb2275

Del Cuquero y sus alrededores

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Cuando en 1974 Lorenzo Fernández fue candidato presidencial de COPEI, yo ya llevaba siete años siendo socio del Diners Club y siempre recibía la tarjeta de crédito con mi nombre perfectamente troquelado. Pero ese noviembre me llegó a nombre de Luis Lorenzo, lo cual indica que muchas veces uno no lee lo que está escrito y oye algo distinto a lo que le dicen. Ese es el secreto de muchos de los que se dicen políglotas y hablan bajito, para que el cerebro del interlocutor complete el discurso. En el caso del dinero plástico la distorsión vino por la intensidad de la campaña política, pero no es de eso de lo que quiero hablar, sino del sobrenombre y sus alrededores. Para ello arranco con lo que le pasó al amigo Isidro Alonso, quien se quejaba de que Gamaliel González en vez de contestarle la pregunta que la había hecho por el celular, lo había mandado a hablar con la OEA. Pero si Gamaliel hubiera dicho Comiquita en vez de Ojeda, otro gallo habría cantado. Sin ánimo de ofender a nadie, al final doy una lista alfabética de casi todos los nombres que se corresponden a los apodos aquí mencionados, excluyendo los identificados a lo largo del texto.

Los sobrenombres es algo que acompaña a las personas toda la vida. En mi libro Entre Gigantes de Piedra, tengo un capítulo dedicado a este inagotable tema. Cuando estudiábamos en la Universidad Central de Venezuela uno de los compañeros, Eduardo Sánchez Ramos, contrajo nupcias. Gustavo Tellería, alias Pío XII, llegó temprano a la fiesta y no vio ninguna cara conocida. Para que supieran que no era ningún coleado, lo único que se le ocurrió fue preguntar a lo anfitriones por Fefé, sin saber que ese remoquete era odiado por la familia de Eduardo. Mi profesor de dibujo en quinto año en el liceo Carlos Soublette se apellidaba Rodríguez, pero le decían manzanita, porque era extremadamente blanco y el frío de la Caracas de esos años le mantenía las mejillas rosadas. Pero si a algún despistado interiorano como el ñero Pablo Rodríguez se le ocurría preguntar cual era el nombre del profesor, Rodríguez Figuera (Firulai) saltaba a decirle que preguntara por el profesor Manzano.

Recién llegado yo a Amuay, me dieron la cola hacia la refinería en un carro donde iba de pasajero Ernesto Blanco. El conductor, creo que era Carlos Guillamón, a manera de presentación me pregunto que si yo conocía a Ernesto y yo contesté afirmativamente, diciendo que Coquito Blanco era el futbolista más famoso de todos los que alguna vez formaron parte del equipo de la Facultad de Ingeniería en mis tiempos de estudiante. Luego vine a saber por el propio Ernesto, que él había tratado de deslindarse de ese apodo cuando empezó a trabajar en la petrolera, pero que había fracasado en su intento por ser un mote familiar que trascendió hasta el ámbito del fútbol profesional. Hablando de Ernesto, una vez un ingeniero que se acababa de incorporar al grupo eléctrico cazó una culebra en el patio de su casa y quería embalsamarla. Ya que no sabía cómo hacerlo, apeló a aquello de preguntarle a los colegas, con la mala suerte de que el primer interrogado fue Ernesto Blanco quien lo mandó a hablar con otro colega que tenía apellido de músico alemán o de lanzador de béisbol del Caracas, al cual le habían puesto un apodo de ofidio porque balanceaba la cabeza hacia delante y hacia atrás al caminar. Finalmente el paño de lágrimas fui yo; el colega electricista me dijo que cuando empezó a hablarle de la culebra al ingeniero, éste se levanto de la silla y creía que iba a cruzarle la cara con un bofetón, pero se contuvo y le pregunto: – ¿quién te mandó a hablar conmigo? – y ante la respuesta recibida masculló entre dientes: – Ese coño de su madre.

En el ámbito deportivo es donde más abundan los sobrenombres. El una acto realizado en el Club Los Cortijos homenajearon muy merecidamente a Humberto Pipita Leal, Jesús Morales Valarino (Chuchú) y a Luis Romero Petit (Out por regla). Le tocó ser maestro de ceremonias a Herman Chiquitín Ettedgui. En la Universidad Simón Bolívar la batuta se la llevan los peloteros, ya sean profesores, estudiantes, empleados, obreros o invitados. De los cuatro últimos grupos, amén del mencionado Comiquita, un fenómeno con el guante y con el bate en la prácticas mas no así cuando el juego va en serio, nos vienen a la memoria los remoquetes de Alambrito, Alvarito, Bob Rivers, Bola ’e Perro, Bam Bam, el literalmente desparecido Caballito, Cara ’e Bicho, Chan, Clavito, Cuatro-Cuatro, El Cochinito, El Conejo, Come Mango, Guapo Doble, El Guayú, Jalea, Jaleíta, Juanchi, Maguila, El Maloso, El Maracucho, Margarito, El Morocho, Norte y Sur, El Ñoño, El Ovejo, Parcha, Pataruco, El Perro, Puño ’e Sal, Radio Fiao, El Rey del Arroz, Saltarín, Sombra, Taparita, Tapipa, quien más que todo trotaba a diario pero que jugaba softball en los ínter carreras, Tizón y Toby. Por cierto que este Parcha no tiene nada que ver con los llamados Gay, porque el sobrenombre era Flor de Parcha, por la forma particular que tenía su cabellera. Bola ’e Perro siempre se pasaba hacia delante buscando los batazos elevados y las bolas le quedaban atrás. Radio Fiao habla más que Isidro Alonso. Se dice que a Sombra le habían ofrecido un trabajo en la Universidad Simón Bolívar y se convirtió en la sombra del oferente hasta que por fin obtuvo la chamba. Los profesores tenemos a El Negro, Oswaldito, nuestro propio Pataruco, a más de un Puente Roto a quién no lo pasa nadie, San Antonio y El Tucán. San Antonio se ganó el remoquete porque cada vez que le tocaba lanzar y empezaba a perder el control sobre los lanzamientos, imploraba a ese santo diciéndole que le quitara ese bolero. En las crónicas deportivas que el rector Ernesto Mayz Vallenilla escribía, a Marcelo Guillén lo llamaba el Venado, por la velocidad que tenía en sus piernas a pesar de que fumaba más que Juan Carlos Pérez Toribio o que Luis Pino. A mi, Daniel Pilo empezó a llamarme el Loro-Mosca, cuando decidí ponerme a jugar tercera base en el equipo de béisbol de la USB de principios de los años setenta; esta difícil posición es poco apetecida y en ella no hay lugar ni tiempo para distraerse.

En estos días me llegué hasta Baruta buscando a Hugo, un herrero que me ha realizado unos trabajos en la casa y de cual sólo tenía la referencia de que maneja un jeep para Ojo de Agua. Nadie pudo darme razón de él, porque todos se conocen es por el apodo. Me preguntaron si no se trataría de Burro con Sueño, lo cual me hizo recordar a un profesor de la Simón Bolívar que no practicaba ningún deporte pero que trotaba a menudo por todo el campus. En el mismo pueblo de Baruta había allá por los años setenta un fiscal flaco al que llamaban Sardina Podría, del cual espero contarles pronto una anécdota. En el lenguaje del béisbol a una mujer que está bien buena le dicen que es un cuarto bate o la llaman flai al pitcher, porque todos la quieren coger. En ese mismo entorno, a la mujer que le para a todo el mundo la llaman pelotera. La Willie Mays fue el apodo que le pusieron a una secretaria de la Escuela de Eléctrica de la Universidad Central de los años sesenta, en honor a uno de los mejores peloteros de esa época y a los extraordinarios atributos físicos y a lo entradora que era de la fémina de marras.

Termino justificando el título de estas líneas. Por mucho tiempo el cafetín que está en los vestuarios del softball y del béisbol fue atendido por Dámaso Hernández, a quien llamaban El Papujo. Él prestaba sus servicios en la universidad y al salir del trabajo se dedicaba a vender frescos y chucherías. Mientras uno de sus muchos hijos atendía en el mostrador, Dámaso se desplazaba hacia las tribunas cargando un cuñete de los de pintura lleno de latas de refresco, que yo llamaba en mis crónicas El Coleman de Dámaso, y una bolsa de catalinas. Apenas aparecía, los presentes gritaban Llegó el cuquero, remoquete que a un hombre prolífico como él más bien le agradaba.

Nombres: Juan Arguinzones, Luis Arrieta, Mauricio Azagoury, Jaime Blandín, Armando Castro, Luis Espinoza, José Joaquín Flores Pino, José Luis Galindo, Jorge García, Antonio Gamaliel González, Darío González, Diego Graciano, Germán González, Manuel González, Francisco Gutiérrez, César Hernández, Luis Hernández, Richard Hidalgo, Robert Hidalgo, Israel Hurtado, Juan Marrero, Álvaro Martínez, José Tobías Méndez, Ramón Montezuma. Humberto Nicolai, Luis Negrín, Oswaldo Núñez, Alexis Ojeda, Elvis Quiroz, Rafael Ortega, William Oviedo, Andy Pereda, Douglas Pereda, Alexis Pérez, Teoblado Pérez, Gustavo Ramírez, José Ramírez, Nelson Ramírez, Roberto Ríos, Domiciano Rodríguez, Guillermo Rojas, Noel Rojas Arrieche, Alfredo Rosas, Rafael Strauss, Francisco Velásquez, Oswaldo Vera y Daniel Silva.

La militarización del Fermín Toro

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Ante la resonancia inmediata que en el Palacio de Miraflores tenían los disturbios estudiantiles del vecino Liceo Fermín Toro, la dictadura del General Marcos Pérez Jiménez apeló al sencillo expediente de clausurarlo. Así, cuando en julio de 1956 aprobé el año más avanzado que se dictaba en el Liceo Roscio de San Juan de los Morros, el cuarto año, encontré cerradas las puertas de la institución que me correspondía de acuerdo a la zonificación educativa. Porque debía emigrar de la bucólica capital del Estado Guárico para culminar la secundaria y la escogencia obligada fue Caracas, donde mis abuelos maternos me habían apartado un rinconcito en su modesta vivienda de Gloria a Sucre 23, en la parroquia La Pastora.

Ingresar a alguno de los pocos colegios privados de prestigio que ya existían en ese entonces en la capital, fue algo que jamás se consideró en el círculo familiar dado lo exiguo de nuestros recursos económicos. Además, los liceos de mayor fama, los de probada excelencia, eran los del sector público. De tal suerte, nada más lógico que a falta del Fermín Toro, dirigiera mis pasos, concentrara todos mis esfuerzos, en conseguir cupo en el Andrés Bello o en el Liceo de Aplicación, búsqueda que pronto se tornó en desesperación. Finalmente, después de haber gastado más de una madrugada en una infructífera cola, nos enteramos que el Ministerio de Educación estaba ubicando a los sin cupo de cuarto y quinto año de bachillerato en una pequeña quinta en San Bernardino, en el llamado Liceo Provisional Nº 2. Para lograr que nos admitieran, nuestros padres o representantes se vieron obligados a firmar una especie de caución, en la cual se responsabilizaban por la buena conducta y el acato a las leyes de nosotros. La rúbrica que respaldó mi ingreso fue la de mi ya anciano y querido abuelo Julio César Rodríguez.

A pesar de lo poco atractivo del nombre de la institución, del evidente hacinamiento, de la carencia de cualquier tipo de instalación deportiva, pronto descubrimos que disfrutábamos de un cuerpo docente de primera línea. La razón era bastante sencilla: los profesores del Fermín Toro habían sido transplantados, sin aviso ni protesto, al nuevo liceo. Allí estaban Rodolfo Loero Arismendi dictando Mineralogía y Geología, la Física y su improvisado laboratorio estaba a cargo de Humberto Saldeño, igual hacía en Química el profesor Antonini, el curso de Matemáticas lo daba Adelsa Romero y los profesores Rodríguez y Pacheco, cuyos primeros nombres no recuerdo, dictaban respectivamente Dibujo e Inglés. Cuando durante los primeros meses de actividad se le cambió el nombre por el de Liceo Carlos Soublette, en honor a las innegables virtudes ciudadanas del general y presidente guaireño, la dictadura había logrado, quizás inconscientemente, la pacificación del Fermín Toro a través de una sutil militarización.

En liceo Soublette obtuve en 1957 mi título de Bachiller en Física y Matemáticas, que fue la primera y única vez que en el país se entregó un título con tal denominación. En las aulas de San Bernardino conocí a Abraham Abreu, vecino de La Pastora que estudiaba Humanidades y a muchos que emprendieron la carrera de ingeniería en la UCV, como el prematuramente fallecido Raúl Leoni Flores, Ángel Guillermo Cazorla, José Machiques Ferrer, Moisés Niremberg, Jean Piero Spitaleri, Sandro Fontana, Pastor Gerardo Lucena, el maracucho Lionel Paz, Simón Waksol y algún otro que seguramente se me escapa de la memoria. Mario Vignali estudió Geología mientras que Alfredo Sutil, Pilín, cursó arquitectura y nadie se imaginaba que bajo su apacible apariencia se ocultara el auténtico revolucionario que fue en la Universidad Central. Vale la pena mencionar que durante el año que pasamos en el Soublette no hubo alteraciones del orden ni manifestaciones de la característica rebeldía de los jóvenes, quizás por aquello de la caución o más bien por el tenso clima político que se vivía en Venezuela, un equilibrio inestable que se rompería el año siguiente.

Hoy, a cincuenta y un años de distancia y a pesar de la difícil situación económica que vivimos, las familias presupuestan primero el pago del colegio de los muchachos y luego hacen los recortes a que haya lugar. Nadie se desvela por conseguir un cupo en los liceos del sector público, ante la perspectiva de que sus docentes tengan que protestar por sus reivindicaciones y que las aulas puedan a menudo estar cerradas. La buena reputación hace muchos años que cambió de residencia, triste e irreversible realidad que me lleva a reflexionar brevemente sobre el futuro de la educación superior. Si en los presentes momentos nadie discute la calidad de la enseñanza que se imparte en las universidades públicas, prestigio que se hace manifiesto en la amplia aceptación de sus egresados en los diversos mercados laborales y en los postgrados de todo el orbe, nos preocupa que en un futuro no muy lejano también se inviertan los papeles. Temo que el orgullo de ser, por ejemplo, uesebista se pierda, bajo la consigna de una educación superior igualitaria, que sólo puede lograse nivelando hacia abajo, que el éxodo de los mejores estudiantes, que actualmente es hacia universidades extranjeras y no en forma masiva, ocurra hacia las universidades privadas, si es que sobreviven, y que para las clases más desposeídas de nuestra joven nación sólo quede como único refugio las ruinas de la otrora resplandeciente educación universitaria pública.

Los estudiantes contra la dictadura

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En 1952, cuando la Junta de Gobierno permite que se lleve a cabo la convocatoria a representantes de una Asamblea Nacional Constituyente, el objetivo primordial no era exactamente la elaboración de una nueva constitución, sino el hecho de que dicha Asamblea elegiría al Presidente Constitucional para el periodo 1953-1958. Como los resultados no favorecieron al gobierno, estos fueron invertidos, fraguándose así un nuevo golpe de estado. Ese clima político, sustentado en un fraude, era el que se había vivido en Venezuela por casi cinco años cuando yo ingresé a la Facultad de Ingeniería de la Universidad Central de Venezuela en septiembre de 1957. En ese entonces yo no había participado ni mucho menos dirigido acción política alguna, ya que había estudiado los primeros cuatro años de bachillerato en San Juan de los Morros bajo una férrea supervisión paterna y cuando curso el quinto año en Caracas en el liceo Carlos Soublette, lo hago bajo la amenaza de una caución que mi anciano abuelo fue obligado a firmar, en la cual se hacía responsable de mi conducta.

En primer año de ingeniería, entre repitientes y nuevos éramos más de trescientos estudiantes, repartidos teóricamente en tres secciones, cada una con más de cien alumnos. Las clases de Química las recibíamos todas las secciones juntas, en el auditorio del edificio de Geología, Minas y Metalurgia e igual sucedía con las de Física, pero ahí estábamos divididos en dos grupos a cargo de un mismo profesor. El jueves 21 de noviembre de 1957 teníamos dos horas de clase seguidas a primera hora, en el auditorio antes mencionado. La exposición del profesor fue interrumpida casi al final por unos gritos que provenían del flanco oeste. Al salir por las escaleras vimos en el espacio entre el edificio donde estábamos y el auditorio de la Facultad de Ingeniería, en medio de un gran revuelo y de un coro de voces que llamaban a la huelga, a un estudiante de otra facultad que después supe que se trataba de Américo Martín, trepado sobre una improvisada plataforma arengando a los presentes. El meollo de la protesta era el plebiscito propuesto por Pérez Jiménez el 4 de noviembre de ese año y aprobado por el Consejo Supremo Electoral el 17 del mismo mes. A pesar de la rígida censura que imperaba en todos los medios de comunicación y de la presencia en los más impensados rincones de los temibles funcionarios de la Seguridad Nacional la juventud, sin distinción de toldas políticas, se había lanzado a manifestar abiertamente contra la dictadura. En lugar de curarse en salud siguiendo las palabras de Otto von Bismarck, de que con las leyes pasa como con las salchichas, es mejor no ver como se hacen, los estudiantes decidieron dejar oír su voz, ya que consideraban que el plebiscito no era más que un nuevo fraude orquestado por el dictador, una señal inequívoca del temor que tenía el régimen de contarse de nuevo a través de elecciones. En ese momento no pensé en otra cosa sino en abandonar lo antes posible el recinto universitario A continuación narro mis vivencias en torno a ese día, ampliadas por los testimonios orales de tres de los protagonistas: Max Contasti, Wolfgang Stockhausen y Douglas Figueroa. Los dos primeros estudiaban ingeniería aunque luego Max se cambió a sicología y Douglas lo hacía en la Escuela Técnica Industrial. Quizás para completar el panorama me haría falta obtener información de alguno de los estudiantes de la Universidad Católica Andrés Bello, quienes también se alzaron esa mañana en las instalaciones de la esquina de Tienda Honda.

Cruzando por el improvisado mitin, me dirigí hacia el edificio principal de la Facultad de Ingeniería por el sur, por la puerta donde quedaba el cafetín de Giuseppe. Llevaba como único equipaje una pequeña carpeta de tres argollas, en la cual tomaba los apuntes de todas las materias. Ya tenía en mente salir lo antes posible, pero temía que andar con una carpeta era como tener en la frente un sello que dijera estudiante. En eso me topé con un compañero de otra sección de primer año, a quien yo ya había visto en otras oportunidades en los pasillos enfrascado en candentes discusiones políticas; él se identificó como Narciso Planas y ofreció guardarme la carpeta en un locker metálico con candado que tenía debajo de las escaleras que estaban frente al cafetín. Que el gordo Planas tuviera un locker lo atribuí a su condición de dirigente estudiantil, pero luego yo mismo dispuse de esa facilidad, apelando al simple expediente de ponerle candado a uno de los lockers que estaban en la planta baja del edificio de Arquitectura, en la zona más cercana a Ingeniería. Luego de dejar la carpeta bajo llave, enfilé mis presurosos pasos hacia la salida más cercana, la de la plaza de Las Tres Gracias. Si de lo que se trataba era de salir ileso, tuve la suerte de haberme marchado bien temprano, porque un poco más tarde fue una misión casi imposible.

Alrededor de los 9:30 de la mañana un grupo de estudiantes interrumpió las deliberaciones de la Conferencia Internacional de Cardiología que se realizaba en las instalaciones de la Biblioteca Central, después de haber quebrado una amplia puerta de vidrio, la cual se convirtió en una especie de guillotina hasta que terminaron de caer los enormes fragmentos. Uno de los manifestantes dio un discurso en el sitio. Entre los médicos asistentes a la conferencia se encontraba el doctor José Francisco Torrealba, quien se dirigió a los estudiantes tratando sin éxito de calmar los ánimos. De las instalaciones de la biblioteca un nutrido grupo, formado más que todo por estudiantes de ingeniería según me cuentan Wolfgang y Max, se dirigió hacia el rectorado y luego, para hacer que la protesta trascendiera, salieron hacia la plaza Venezuela. Desde las ventanas de la residencia femenina, las muchachas saludaban y aupaban a los manifestantes. Cuando llegaron al puente sobre la autopista ya la policía, que venía desde la plaza Morelos, había llegado por la autopista y se habían estacionado bajo el puente. Los agentes empezaron a subir, siendo recibidos por una lluvia de piedras, que como siempre aparecieron por arte de magia y algunas de ellas dieron en el blanco, lo cual no deja de ser un eufemismo porque la mayoría de los policías eran negritos de las barriadas caraqueñas, aun cuando había algunos andinos. Muchos estudiantes decidieron replegarse corriendo hacia la Ciudad Universitaria y otros decidieron alcanzar la plaza Venezuela y salían como hormigas por la margen norte del río Guaire. De esto fui testigo visual a la altura de la estatua de Colón, desde el autobús anaranjado de la circunvalación tres que se dirigía al centro y que yo había abordado frente a Cars, en la salida de la plaza de Las Tres Gracias. En la rampa que va hacia la autopista, por donde ahora está el mural de Zapata, dos chicas dudaban entre seguir o devolverse ya que una de ellas, Max piensa que era la estudiante de economía Gladys Lander, se había torcido un tobillo. Wolfgang se detuvo a tratar de ayudarla y lo agarraron preso. Cuando estaba en la jaula que lo llevaría a las instalaciones de la Seguridad Nacional, uno de los policías lo reconoció como el autor de la pedrada que le había roto la cara y pugnaba por entrar a la jaula, pero los otros agentes no lo dejaron desquitarse. Al no ver a Wolfgang junto a él, Max sospechó que lo habían hecho preso. A la altura de las residencias las muchachas, entre ellas Imelda Rincón y Doris López, le daban agua con valeriana a los agotados manifestantes. Como muchos que tenían vehículo, Max decidió dejar estacionado su carro en la Universidad y salió a pie sin contratiempos en horas de la tarde por la plaza de Las Tres Gracias. De ahí fue a gestionar la libertad de Wolfgang, en compañía de Manolo Garabito y de un funcionario que ellos creían era de la Seguridad Nacional, el cual vivía en el mismo edificio que los Stockhausen en Los Totumos de El Cementerio. A eso de las siete de la noche, una comisión de doce miembros que seleccionó Gianfranco Incerpi, integrada entre otros por Rodolfo Schafernott, Pedro Vivas Bertier, Guillermo Domínguez, Emilio Santana y el propio Incerpi, fue a hablar con el rector Spósito Jiménez, para pedirle que gestionara la libertad de los estudiantes detenidos. Iban custodiados por un funcionario de la Seguridad Nacional de apellido Morantes. Mientras tanto en las instalaciones de la Seguridad Nacional el propio Pedro Estrada les preguntó a los detenidos acerca de lo que querían. Uno de ellos, o no entendió la pregunta o tenía el hambre hereje, porque dijo que querían tostadas. Les llevaron una bandeja con arepas rellenas y café pero ninguno quiso comer nada, pues alguien regó la bola de que las arepas estaban aderezadas con vidrio molido.

Esa misma mañana Douglas Figueroa, que había llegado dos meses antes desde el lejano pueblo de Río Caribe, estaba realizando las prácticas de Taller en la Escuela Técnica Industrial (ETI), enclavada dentro de la misma Ciudad Universitaria, en las instalaciones donde hoy funciona la Facultad de Ciencias. La ETI tenía su propia residencia estudiantil, y en ella se respiraba un ambiente de mucho orden, con una disciplina casi militar. Ese memorable día, la práctica estaba siendo supervisada desde su oficina por el profesor, a través de un vidrio con visión panorámica, parado y con los brazos cruzados, cual capataz de una fábrica, listo para llamar la atención a cualquier alumno distraído. De pronto el silencio se rompió y apareció un grupo de alumnas de la Universidad Central que habían logrado violentar el portón de la Escuela Técnica, neutralizar al cuerpo de vigilancia y entrar en grupos a las distintas aulas y talleres. Las que entraron al taller de Douglas se subieron a un mesón de trabajo y megáfono en mano empezaron a despotricar contra la dictadura de Pérez Jiménez. Douglas confiesa que su primera reacción fue de mucho miedo, alternando su mirada con vacilación entre las bellas jóvenes que los incitaban a salir a la calle y la cara de arrecho que no podía disimular el profesor. A Douglas lo que más le preocupaba en ese momento era que la Técnica había estado clausurada en años anteriores y el día de su inscripción, su representante tuvo que firmar una constancia que lo comprometía a permanecer ajeno a este tipo de situaciones.

Pese al fogoso discurso de las jóvenes, el miedo prevalecía entre los estudiantes y ninguno se atrevía a moverse de su sitio, ni a soltar las herramientas de trabajo. Hubo momentos de tensión e indecisión hasta que una de las chicas, dotada de una atractiva figura, apeló a un recurso muy conocido e infalible para persuadir a una audiencia de puros hombres: se levantó su linda falda y enseñó casi todo. Pero no era para el disfrute de aquellos adolescentes, pues al mismo tiempo les gritaba, enfurecida:¡Gallinas, cuerda de culillúos, esta pantaleta que ven aquí la deberían llevar ustedes! En cuestión de minutos, y sin darse cuenta, todos los estudiantes se encontraban en la avenida Roosevelt, rumbo a la Escuela Normal Gran Colombia en el Prado de María. El entusiasmo y la algarabía les duró lo que dura un peo en un chinchorro, pues al llegar a la altura de la plaza Tiuna, el pánico cundió cuando vieron llegar de todas partes numerosas patrullas de las cuales salían los policías blandiendo rolos y peinillas. Despavoridos, cada quien escogió su mejor ruta de escape, pero desafortunadamente muchos de ellos cayeron presos y algunos fueron enviados a la siniestra Seguridad Nacional y no se les volvió a ver más. Douglas escapó metiéndose con otro compañero en un modesto restaurante en las adyacencias de la plaza Tiuna. Se sentaron en una mesa al fondo del local y como si no pasara nada ordenaron sendos mondongos, a dos bolívares el plato. Les acababan de servir la sopa que habían pedido, cuando la policía hizo acto de presencia en la puerta del local. Douglas y su amigo sintieron que estaban perdidos, ya que sus uniformes color beige de la ETI los delataban. El dueño, un señor italiano, le dijo a los gendarmes que esos muchachos eran clientes habituales, que estaban sentados ahí antes de que llegara la manifestación estudiantil. Por suerte los policías desistieron y se marcharon inmediatamente. Digo por suerte, ya que Douglas cuenta que cuando trató de llevarse el primer sorbo de sopa a la boca, la mano le temblaba tanto que le resultó imposible hacerlo.

No he podido precisar si fue al día siguiente cuando se produjo el asalto la Ciudad Universitaria por parte de funcionarios de la policía y de la Seguridad Nacional. Max sospecha que no fue el viernes 22, pues él pudo sacar ese día su vehículo del área universitaria. Además, el día del allanamiento él huyó hasta la iglesia de San Pedro en el carro de un amigo por la entrada del Hospital Clínico, apretujado con otros compañeros. La represión fue exacerbada por el intento de linchamiento por parte de los estudiantes de algunos funcionarios de la Seguridad Nacional. Resultaron detenidos más de 200 personas, entre estudiantes y algunos profesores. Al joven profesor de ingeniería Héctor Isava le metieron un peinillazo en un brazo cuando salió en defensa de los estudiantes. Wolfgang estuvo preso cinco días en la plaza Morelos y fue liberado tras las gestiones del embajador de Alemania, pero había sido botado de por vida de la Universidad Central. A raíz de los sucesos yo me fui para San Juan de los Morros, sin tener ninguna noticia oficial sobre la posible reanudación de las clases. El director de la Escuela Técnica Industrial por su parte había anunciado la suspensión de las clases hasta enero. Cuando los muchachos de la Técnica regresaron en enero, encontraron en el portón de la Escuela una larga lista de estudiantes botados, donde se esgrimían razones de bajo rendimiento. En la sección de Douglas, de 60 estudiantes sólo quedaron unos 35. Indudablemente que las acciones de los estudiantes fueron un detonante en la caída del dictador Pérez Jiménez. Al conmemorarse el primer año de los acontecimientos de la Ciudad Universitaria y como un homenaje a los estudiantes que tuvieron el valor de luchar por sus ideales de libertad y democracia el profesor Edgar Sanabria, en su condición de presidente de la Junta de Gobierno de la República de Venezuela, firmó el decreto mediante el cual quedó establecido el 21 de noviembre como el Día del Estudiante Universitario.

Todos éramos de izquierda

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En 1979, cuando estaba de año sabático en el Instituto Tecnológico de Georgia, mi vecina en La Vista Villas –una señora mayor de origen griego – me dijo que había que sacar a patadas al presidente Carter de la Casa Blanca. Al indagar sobre las razones en las cuales ella sustentaba su drástica posición, me dijo que bien se lo merecía, por haberle entregado el canal de Panamá a los panameños. Bastó que le preguntara “Whose channel?” (¿el canal de quién?) para que mirándome como gallina que ve sal, diera por terminada nuestra conversación. No sé si salió a comentar con las otras viejitas del condominio o con sus hijos, que tras la apacible figura de su vecino se ocultaba otro comunista más. Igual me sucedió en Chicago cuando estaba estudiando postgrado, me tenían por comunista por haber leído la Fábula del Tiburón y las Sardinas del ex presidente de Guatemala Juan José Arévalo. No hay que olvidar que por esta obra, al padre de la democracia guatemalteca también lo tildaron de comunista. Poca gracia le hacía a mis amigos gringos que su poderosa nación fuera comparada con un tiburón, listo para engullirse a los pequeños países de América Central.

Como la izquierda venezolana fue el baluarte de la lucha contra la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, a su caída casi todos los estudiantes universitarios nos identificábamos con esa corriente política. Por eso, cuando al Vicepresidente Richard Nixon se ocurre incluir a Venezuela en su gira por Sudamérica, el rechazo por parte del estudiantado fue multitudinario. Lo menos que se puede decir de esa visita del 13 de mayo de 1958, a tan corta distancia del derrocamiento de Pérez Jiménez, es que fue bien inoportuna. Ese día fue la primera vez que yo me fui a pie desde la plaza del Rectorado hasta mi casa de habitación en la parroquia La Pastora. En mi periplo vital he caminado distancias aun mayores, pero nunca como aquella vez, al compás de las bombas lacrimógenas. Bajo las consignas de abajo el imperialismo yanqui, de que ni son naranjas ni son limones, son del petróleo las restricciones en donde se hacía un juego de palabras con el apellido del indeseado visitante y de que Nixon no entrará al Panteón, marchamos desde la Universidad Central hasta el Panteón Nacional. Allá, en el límite entre las parroquias de Altagracia y de La Pastora, recibimos nuestro bautizo de fuego con los gases asfixiantes que lanzaban los uniformados y que aprendimos a combatir respirando a través de los pañuelos mojados en vinagre. Era tal la euforia que al final de la jornada, cuando los que vivíamos hacia San José y La Pastora pasamos frente al cuartel San Carlos, les gritábamos improperios a los pobres soldaditos que estaban tras las alambradas. Pero Nixon nunca realizó su planeada visita al Panteón. A la altura de la avenida Sucre la comitiva fue atacada, cambiándole la cara a lo que se esperaba fuera un paseo triunfal por Caracas. El automóvil que transportaba a Nixon fue golpeado repetidas veces, como lo muestran las fotos que ilustran esta crónica y el vicepresidente se libró por muy poco de ser agredido. El vicealmirante Larrazábal se vio obligado a presentarse en la embajada americana para ofrecerle disculpas a Nixon. Por aquello de que la excepción confirma la regla, una delegación estudiantil integrada por Fernando Lluberes y Conrado Araujo, también presentó sus excusas al Vicepresidente Estadounidense. De esto último hay una histórica foto de la cual no he podido obtener una copia. Muchos le dicen a Conrado que ha debido usar tal fotografía para conseguirse por lo menos una beca bajo la administración de Nixon. En defensa de mis dos amigos, uno de ellos prematuramente fallecido, diré que algunos destacados líderes de la izquierda de ese entonces hoy son prominentes miembros de lo que se conoce como la extrema derecha, corroborando aquello de graduar a un comunista es la manera más fácil de convertirlo en capitalista. Aprovecho que he hablado de fotos, para hacer referencia a una que fue usada (mas no tomada) en la misma época.

Cuando el antioqueño Alfredo Lamus Rodríguez y su esposa Lucrecia llegan a San Juan de los Morros a principios de 1953, a dar clases en el Liceo Roscio, no sé si habían emigrado antes y venían de otra parte de Venezuela, o si su éxodo coincidió con la crisis que se generó en Colombia a finales de 1952. En 1951 el presidente conservador Laureano Gómez sufre una trombosis y el Congreso de la República nombra presidente encargado a Roberto Urdaneta Arbeláez. A finales de 1952, Urdaneta nombra comandante general de las Fuerzas Armadas de Colombia al general Gustavo Rojas Pinilla, designación que no es del agrado de Gómez y la situación empieza a enturbiarse en el vecino país. En San Juan de los Morros Castor Urbina, quien era funcionario del gobierno estadal y profesor de Latín y Raíces Griegas en el Liceo Roscio, es designado a finales de 1952 representante por el estado Guárico ante la Asamblea Constituyente de los Estados Unidos de Venezuela, junto con Luis Acosta Rodríguez y Mercedes Hernández. Este cuerpo terminó decretando, el 15 de abril de 1953, la Constitución que fue refrendada por Marcos Pérez Jiménez. La esposa del profesor Urbina, Celia Ortiz de Urbina, se traslada a Caracas con él. Ella, que nos daba Inglés en primer año, es reemplazada por Lucrecia de Lamus. A finales de 1957 Rojas Pinilla, para entonces dictador de Colombia, es obligado a renunciar y el liberal Alberto Lleras Camargo asume la presidencia de Colombia. El profesor Lamus, que ya no trabajaba en el Liceo Roscio, viaja a Colombia por carretera, acompañado por un grupo de estudiantes de San Juan de los Morros. El grupo llevaba como único pasaporte, una fotografía donde aparecía el Dr. Lamus en compañía del nuevo presidente de Colombia. Barrunto que la foto quizás correspondía al breve periodo presidencial que entre 1945 y 1946 ejerciera Lleras Camargo. El pasaporte funcionó, cosa que me hace recordar la frase de Luis Herrera Campins en tiempos de su presidencia, de que nosotros no declaramos sino que nos retratamos. Esta máxima la utilizan a plena capacidad muchos candidatos a cargos políticos. También y para terminar en el tono con el cual comenzamos, en el territorio de los Estados Unidos se ve a muchos jóvenes gringos llevando una franela con la efigie del Che Guevara y no les queda nada mal, porque están en la edad adecuada para tener sarampión.

Malapropismos y Yoguismos

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Se denomina malapropismo al error que se produce cuando, en forma involuntaria o a propósito, el hablante utiliza una palabra o sonido en lugar de otro, bien por confusión, bien porque hay una semejanza fonética que induce al lapsus linguae o al juego de palabras. El error puede deberse a la ultracorrección («Chacado» en vez de «Chacao», a la etimología popular («balandronada» por «baladronada», «antena paranoica» por «antena parabólica») o a otras causas («estar entre la espalda y la pared», «rascarse las vestiduras»). El término proviene de la señora Malaprop, personaje de la comedia The Rivals (Los rivales) escrita por el inglés Richard Brinsley Sheridan y estrenada en 1775. Sheridan sacó el apellido del francés «Mal à propos», mal a propósito. La buena mujer, prototipo de habladora descarada y con ínfulas pero carente de toda formación, adquirió tanta notoriedad que dio origen a la voz «malapropism», consolidada en la lengua inglesa y que gradualmente va encontrando su acomodo en el idioma español. Vamos a estudiar a la discoteca, Matar es un pescado grave, Hay que cuidar el miedo ambiente y Dar una de sal y una de arena son algunos ejemplos. En esta área, Lawrence Peter Yogui Berra es uno de los personajes famosos no sólo por el uso de malapropismos, sino de muchas construcciones divertidas.

Los amantes del béisbol saben que Yogui Berra es un jugador que se retiró hace ya muchos años y que es miembro del Salón de la Fama desde 1972. Berra, hijo de un inmigrante italiano que se ganaba la vida como albañil, nació el 12 de mayo de 1925 en una vecindad pobre y ruda de San Luis, la tierra de los Cardenales. Su apodo se lo puso un amigo que le dijo que se parecía a un hindú sagrado (yogui). Cuando llegó a Nueva York muchos dijeron que era demasiado feo para ser parte del equipo de los Yankees. Uno de los técnicos del equipo lo llamaba el mono y sus mismos compañeros lo saludaban colgándose con un brazo del techo del dogout. Torpe al principio, su arduo trabajo lo llevó a ser un excelente receptor; bateaba a la zurda y lanzaba a la derecha. Jugó con los Yankees de Nueva York durante dieciocho temporadas, lapso en el cual el equipo fue campeón de la Liga Americana catorce veces y ganó diez veces la serie mundial. Pero su fama le viene por los disparates verbales que creó, los cuales han sido bautizados como yoguismos. No son simplemente estupideces, actos fallidos, confusiones, lapsos mentales o consecuencias de la ignorancia. Como se verá en los ejemplos que siguen, la mayoría de los yoguismos son juegos de palabra agudos e inteligentes. Prueba de que Yogui Berra no tiene un pelo de tonto, es que todavía a estas alturas del juego le ha sacado punta a sus dichos en las campañas publicitarias de la compañía aseguradora Aflac; en una cuña ponen en su boca la frase: Y te dan dinero contante y sonante, que es tan bueno como el efectivo.
Cuando le preguntaron en los entrenamientos de primavera acerca del tamaño de su gorra, dijo: “No lo sé, todavía no estoy en forma”
En referencia a una película de Steve McQueen: "Ha debido hacerla antes de morir."
Cuando la esposa del alcalde de Nueva York John V. Lindsay le dijo que se veía fresco, a pesar del calor reinante: “Tampoco usted parece tan caliente”
”El juego no se termina hasta que se acaba”
"Nunca conteste un carta anónima"
"Normalmente tomo un siesta de dos horas, de la una a las cuatro”
"Es, otra vez, un deja vu"
”Cuando llegue a una bifurcación en la carretera, tómela”
”Realmente no dije lo que dije”
”Viendo se puede observar mucho”
Cuando le preguntaron la hora, respondió:......" ¿en este momento?”
En el día de Yogui Berra en San Luis en 1947 " Quiero agradecerles por hacer este día necesario”
”Si el mundo fuera perfecto, no sería”
”Si la gente no quiere venir al estadio de béisbol, nadie se lo va a impedir”
Cuando los Yankees perdieron la serie de 1960 con los Piratas de Pittsburgh: "Hicimos demasiados errores equivocados"
”El futuro ya no es lo que era”
"Aquí se hace tarde temprano”
Cuando le preguntaron que haría si se encontrara un millón de dólares: "Buscaría al tipo que lo perdió y, si es pobre, se lo devolvería”
"¡Piensa! ¿Cómo diablos puedes pensar y batear a la vez?”
"Debes andar con cuidado si no sabes adonde vas, porque puede que no llegues”
"Sabía que iba a tomar el tren equivocado, así que salí temprano."
"Si no sabes adonde vas, terminarás en algún otro sitio."
"Si no puedes imitarlo, no lo copies"
Cuando le preguntaron como quería su pizza: "Mejor córtala en cuatro pedazos, porque no tengo hambre suficiente como para comerme seis pedazos."
"El béisbol es noventa por ciento mental, la otra mitad es física."
"Fue imposible iniciar una conversación; todo el mundo hablaba demasiado."
"¿Una mala racha? No estoy en una mala racha, simplemente no estoy bateando."
"Ya nadie va a ese sitio; está demasiado lleno."
Una vez su esposa Carmen le preguntó:, "Yogui, tu eres de San Luis, vivimos en Nueva Jersey, y tu jugaste en Nueva York. Si tú mueres primero: ¿Dónde quieres que te entierre?” La respuesta de Yogui: “Sorpréndeme”
”Si das el cien por ciento en la primera mitad del juego y no es suficiente, en la segunda mitad darás lo que te queda."
Sobre el golf: "Noventa por ciento de los putts que se quedan cortos, no entran."
Durante una campaña electoral donde George Bush padre dijo que Texas era un estado importante: "Texas tiene bastantes votos eléctricos."
"Siempre pensé que ese record se mantendría hasta que lo rompieran."
"¿Para qué comprar buenas maletas? Sólo las usas cuando viajas."
"Los otros equipos pueden causarnos problemas si nos ganan"
Siendo mánager de los Yankees, estos adquirieron al veloz Ricky Henderson y dijo: "Puede correr cuando quiera, le he dado luz roja”
"Nunca me culpo cuando no le estoy pegando bien a la bola, culpo a mi bate y si la cosa sigue, cambio de bate. Después de todo, si sé que no es mi falta que falle, no puedo molestarme conmigo mismo. "
"Hay que asistir al funeral de los amigos; si no, ellos no irán al tuyo."
"No es el calor, es la humildad."

Esta última frase, al igual que la de los votos eléctricos, son malapropismos. En la televisión venezolana, esta fue la especialidad en Hay amores que matan del personaje de María Solita, una bella adolescente muy ingenua interpretada en forma excelente por Ámbar Díaz. Y que se puede decir de El Chunior de la Radio Rochela, que todavía y gracias al cable nos entretiene hablándonos de Don Quijote, la obra inmoral de Cervantes. Este locutor representa a la inmensa cantidad de gente que usan palabras como "Indiosincracia", "Ministro de Pronunciación", "Defensor del puesto" y muchas frases más no tan inocentes como parecen. Poco de inocencia hay también en los algoritmos que han transmutado los términos Infernal y Carroña en apellidos. A continuación una historia cómica plagada de malapropismos, tomada de la red y citada en las referencias.
Una pareja va al ginecólogo, y dice el marido: Mire doctor, es que tenemos un problema, es que mi mujer y yo queremos tener condescendencia y no podemos. No sabemos si es porque soy omnipotente o porque mi mujer es esmeril. Antes hemos ido a otro doctor y nos dijo que mi mujer tenía la vajilla rota y la emperatriz subida y, como además la operaron de la basílica balear, no sabemos si eso puede influir. Y también a mí hace años me operaron de la protesta y a lo mejor me han quedado escuelas en el cuerpo. En la consulta de ese doctor le hicieron una coreografía a mi mujer y no vieron nada raro, y eso que las máquinas eran muy modernas, con ordeñadores conectados a una antena paranoica y todo. Nos recomendó que hiciéramos el cojito; y 15 días ella y 15 días yo haciendo el cojito, pero, nada. Nos recomendó hacer vida marítima y nos fuimos de viaje por la costa y hasta compramos una barquita, pero nada. Además a mi mujer le nació un féretro muerto cuando tuvo un alboroto hace ya tiempo, y a lo mejor eso ha influido. Pero yo creo que mi mujer es frigorífica, porque nunca llega al orégano.
Y contesta el ginecólogo con sorna:
A ver si va usted a tener un problema de especulación atroz.

Referencias:
Stephen Hanks et al: "150 Years of Baseball" Publications International. Lincolnwood, Illinois. 1989. Pag. 288
Geoffrey C. Ward y Ken Burns: "Baseball, An Illustrated History" Alfred A. Knopf. New York, 2000. Páginas 313-315.
Juego de palabras: Malapropismos. http://romera.blogalia.com/historias/25347
Malapropismos. http://www.google.co.ve/search?q=malapropismo&ie=utf-8&oe=utf-8&aq=t&rls=org.mozilla:es-ES:official&client=firefox-a
El Chunior – Radio Rochela. http://ajordanah.primera-clase.com/index.php/2007/08/19/el-chunior-radio-rochela/

Vida estudiantil

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Cuando empecé a estudiar ingeniería en la Universidad Central de Venezuela, en septiembre de 1957, llevaba ya un año residenciado en Caracas en la casa de mis abuelos maternos, entre las esquinas de Gloria y Sucre en la parroquia La Pastora. Como parte de los 900 bolívares que costaba la inscripción por un año académico, los estudiantes recibíamos un talonario de tiques con el cual podíamos abordar las unidades de transporte que partían del Centro Simón Bolívar, desde la curva frente a la iglesia de Santa Teresa, con destino a la plaza del Rectorado. Yo salía a las seis de la mañana y bajaba a pie hasta la parada del autobús; mi ruta incluía una visita al café de unos chinos que quedaba casi en la esquina de Principal, en donde por medio real me comía una empanada. Creo que un cafecito de perol (no de máquina) costaba una locha, pero en ese entonces yo no bebía café. Las clases empezaban a las siete de la mañana y no recuerdo haber llegado nunca tarde. De regreso caminaba desde el centro hasta la esquina de Carmelitas, donde tomaba el autobús amarillo de San Ruperto o el blanco y verde de la Puerta de Caracas, los cuales me dejaban en la esquina de Tajamar, a tres cuadras de la casa. Con las clases concentradas en las horas matutinas, casi siempre podía almorzar en la casa de los abuelos y si no, la alterativa era el comedor estudiantil de la UCV, en donde se pagaba un bolívar que no era una cantidad despreciable, ya que el tipo de cambio era de 3.35 por dólar. De noche los universitarios aprovechábamos que las luces de la pérgola exterior del Mercado Libre de La Pastora las dejaban encendidas y ahí nos instalábamos a estudiar y a hablar un poco de paja.

En agosto de 1958, cuando iba a comenzar el segundo año de ingeniería, mi familia se mudó de San Juan de los Morros para Caracas y nos instalamos en un apartamento de Los Rosales, en el cruce de las avenidas Roosevelt y María Teresa Toro, a unas doce cuadras llaneras de la Facultad de Ingeniería. La ida, en bajadita, era de nuevo a pie y el regreso lo hacía inicialmente en las unidades anaranjadas de la Circunvalación tres, la cuales abordaba en la salida de Las Tres Gracias. El pasaje, en todos los autobuses que he mencionado costaba medio real (Bs. 0.25). Como por las tardes las clases o los laboratorios no empezaban tan temprano, casi siempre iba a almorzar a la casa. Al principio de ese año escolar le pregunté al gocho Hugo Molina Sánchez, un compañero de estudios que vivía por la avenida Victoria, la hora a la cual se iba a regresar, para irnos en el mismo autobús. Hugo me dijo que él se iba en cola con el catirito del Volkswagen. En ese momento se apareció por el pasillo Luis Ernesto Christiansen y el gocho me lo presentó. El catire Christiansen vivía en El Paraíso, al final de la avenida San Martín, frente al lugar donde ahora están las instalaciones del Bloque De Armas y se regresaba para su casa por la cota 905, pasando por la avenida Victoria. Ese día no sólo logré regresar más rápido al apartamento, sino que marcó el inicio de una gran amistad con quien luego seria mi ahijado y mi compañero de tesis junto con Gonzalo Van der Dys, a quien también conocí en segundo año de ingeniería. De noche el catire pasaba a buscarme por el apartamento para ir a estudiar. Como mi papá odiaba que tocaran corneta para llamar a la gente, el catire me notificaba su llegada con una breve aceleración del motor. Nos íbamos a la UCV y nos instalábamos, en sendas sillitas plegables de lona, en los pasillos adyacentes al Aula Magna. Amén de los libros, cuadernos y hojas en blanco, un radio portátil nos hacía compañía, ya que aprendimos a estudiar sin exigir comodidades tales como un lugar silencioso; más bien, nosotros poníamos el acompañamiento de la música. Quizás este entrenamiento me ha permitido poder dictar clases sin mayores problemas a tempranas horas de la mañana, cuando el ambiente se impregna con el ruido ensordecedor de las máquinas que cortan los amplios espacios de grama de la USB, o cuando los estudiantes que esperan afuera la llegada de sus profesores inundan de ruido los resonantes pasillos. A veces estudiábamos en la Biblioteca Central, no para usar los libros sino para aprovechar las amplias mesas que generalmente estaban desocupadas. Los fines de semana estudiábamos, en medio de una frondosa vegetación, en las instalaciones del Jardín Botánico.

En enero de 1963 llegué a Chicago a emprender estudios conducentes a una maestría en ingeniería eléctrica, después de haber estado un trimestre tratando de aprender inglés en el Queens College de Nueva York. Lo que más me impactó al empezar a desenvolverme en los predios del Illinois Institute of Technology, fue la forma en la cual el tiempo me rendía. En primer lugar estaba residenciado (room and board) en los dormitorios del propio instituto, así que el salón de clases más lejano me quedaba a unas cinco cuadras. En segundo lugar, todos los libros de texto de los cursos que tomé se podían adquirir en el Commons, una edificación de una planta adyacente al dormitorio, en la cual funcionaba una pequeña librería, una barbería, una farmacia, un consultorio médico, un supermercado y un cafetín en el cual vendían pancakes, esas deliciosas tortas fritas que en Venezuela llamamos panquecas. En el cuarto del dormitorio había una mesa en la cual los dos compañeros nos sentábamos el uno frente al otro a estudiar, pero más que todo a hacer tareas que parece ser el método de aprendizaje preferido en el norte. El cuarto lo compartí durante el semestre de enero a junio con Rama Shankar Singh, un estudiante procedente de Bombay que estaba sacando su doctorado en física; luego mi “room mate” fue Clayton Smith, un catire gringo que venía de la vecina ciudad de Green Bay, que es conocida más que todo por ser la sede de los "Packers", famoso equipo del fútbol americano. Smith estaba empezando sus estudios de postgrado en matemáticas y al final del semestre contrajo nupcias, mudándose al dormitorio de los casados. Durante mi último semestre me tocó como compañero un estudiante de la licenciatura en ingeniería mecánica que procedía de Madrás y llevaba cierto tiempo en los Estados Unidos. Este sujeto, cuyo nombre no recuerdo quizás por lo engreído que era, se las daba de escritor y se molestaba en grado sumo cuando irrumpía por el cuarto Basawaptna R. Ganesh, un compañero mío en la maestría que con cierta frecuencia iba a verme para despejar dudas.

A cincuenta años de distancia del inicio de mis estudios universitaria en Venezuela y a cuarenta y cinco de mi experiencia en los Estados Unidos, me gustaría comparar mi vida estudiantil con las peripecias de un estudiante de la Universidad Simón Bolívar. Pensando que va a estar muy cerca de la Universidad, el estudiante proveniente del interior alquila un cuarto en una residencia de la urbanización Piedra Azul. Para ir a la universidad tiene que abordar una de las unidades del transporte estudiantil, ya que no hay ningún otro tipo de transporte público hacia Sartenejas. Las camionetas que van hacia Hoyo de la Puerta, aparte de que vienen llenas desde Baruta, sólo lo dejarían en la puerta de salida de la universidad, bastante lejos de todas las áreas académicas. Irse en cola es una misión casi imposible, ya que la mayoría de sus compañeros no tienen vehículo y la probabilidad de encontrar un conductor que, dentro del universo de sus conocidos, vaya para la USB desde Manzanares o desde Baruta, es bastante reducida. Si no llega a la parada antes de las 6:20 a.m. la espera se le hará eterna, ya que después de esa hora los pequeños autobuses pasan repletos de estudiantes que los abordaron en la parada de La Trinidad y si acaso quedan puestos vacíos, estos se completan en la parada de Baruta. De paso, la parada de Piedra Azul ha sido ubicada, por razones de seguridad, en las inmediaciones del Liceo Alejo Fortique. A unos diez metros se encuentran varios contenedores que acumulan la basura del barrio La Palomera; más de una vez uno de estos contenedores ha sido desplazado hacia la propia parada y los pasajeros tienen que montarse en las unidades en el medio de la calle. Así que los estudiantes tienen que fruncir la nariz, no sólo por la desagradable espera sino para tratar de filtrar los nauseabundos olores.

Almorzar en Sartenejas es toda una odisea, ya se trate de estudiantes, profesores, obreros o empleados. Si el estudiante sólo está libre en las horas pico, tendrá que calarse una larga cola en el comedor del MYS o en el remoto comedor de la Casa del Estudiante, con los consabidos problemas de los coleados, llegarse hasta el Subway (donde también hay que hacer cola) o echarse una bala fría en la proveeduría estudiantil, en el Acuario o en el Ampere. Regresarse por las tardes no es más fácil que venir por las mañanas, la única diferencia es que en la residencia no debe llegar a una hora determinada. Para abordar un autobús tiene que hacer una larga cola, a veces personalmente o a veces delegando la responsabilidad en el morral de los libros y cuadernos. A pesar de que las horas de salida de los estudiantes son aleatorias, la situación del transporte se agrava ya que por razones de seguridad las unidades no admiten pasajeros de pie, para no tener vehículos sobrecargados en las fuertes pendientes de las bajadas, bien sea por Baruta o por Tazón. Si por alguna razón el estudiante tiene que ir a la universidad después del mediodía, deberá hacerlo antes de las 2:30 p.m. A pesar de que los autobuses circulan hasta bien entrada la noche regresando estudiantes hacia La Trinidad y Baruta, no recogen pasajeros hacia la universidad después de la hora señalada. Si bien por las mañanas los estudiantes que van sentados tratan de repasar sus notas de clases o consultar sus libros de texto, el interminable regreso en horas de la noche es una completa pérdida de tiempo. Y si a alguno se lo ocurre comprarse un vehículo, igual tendrá que llegar bien temprano para poder encontrar dónde estacionarse. Y si no puede escaparse antes de las 4:00 p.m. tendrá que aprender a incorporarse a una vía llena de carros, muchas veces atravesándose en la vía y recibiendo recuerdos para su progenitora.

Pilón comía albóndigas

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En mis años de infancia y juventud en San Juan de los Morros, los periódicos de circulación nacional eran, por orden de antigüedad, La Religión, El Universal, La Esfera y El Nacional; éstos llegaban al pueblo bien entrado el día, a pesar de que el tránsito automotor no era muy intenso en ese entonces. No existían autopistas, al punto que el gran hito en la comunicación terrestre lo marca la inauguración de la carretera Panamericana en diciembre de 1953. Los fajos de papel, apilados en la parte trasera de los autobuses, tenían que tomar la ruta de la vuelta del Pescozón, las peligrosas curvas de Guayas, atravesar los centros poblados de Tejerías, El Consejo, La Victoria y San Mateo, enfilar en La Encrucijada hacia Cagua para finalmente enfrentarse a las no menos mortíferas sinuosidades del interminable tramo entre La Villa y San Juan. En San Juan existían pocos kioscos y en ellos se conseguían granjerías y guarapo de piña, mas no el periódico; éste lo vendían un par de pregoneros que también distribuían los ejemplares a los suscriptores, práctica habitual en la época.

Aun cuando el pregón que más recuerdo es aquel de ¡El Mundo, a medio El Mundo! que impregnó las tardes caraqueñas a raíz de la caída de Pérez Jiménez, mi memoria más remota en este aspecto es la frase ¡El Universal con suplemento!, oída alrededor del mediodía de un domingo sanjuanero. El suplemento, material impreso adicional a la presentación habitual del periódico, consistía en un tabloide de ocho páginas en colores, lleno de recuadros en los cuales se desglosaban historietas cómicas y serias. Por extensión nosotros también le decíamos suplementos a los cuadernillos que en España llaman tebeos, que presentaban entre otras, las aventuras del Capitán Maravilla, el Superhombre y el Hombre Murciélago, superhéroes que luego pasaron a llamarse el Capitán Marvel, Superman y Batman. Entre los extremos de la seriedad, tanto en el dibujo como en el argumento, de Hal Foster y su Príncipe Valiente y la prosopopeya de los caracteres de Walt Disney, aparecía el humor cotidiano vivido por Pepita (Blondie), su esposo Lorenzo Parachoques y la perra Daisy, don Pancho de Educando a Papá, El Capitán y los Cebollitas y Popeye y su combo: Pilón, Rosario (que en las comiquitas de televisión llaman Oliva, en honor a la primigenia Olive Oil) y el torpe Brutus.

El tema central de esta crónica, las hamburguesas, no surge a través de Popeye, el marinero tuerto, sino de su inseparable partenaire J. Raspadura Pilón. El personaje original, creado por Bud Sagendorf, lleva por nombre J. Wellington Wimpy y el apellido alude a su gordura. Wimpy en inglés es mano de pilón, la herramienta en forma de mazo que se usa en la molienda conjuntamente con un mortero. En nuestro lar, el artilugio está asociado al procesamiento del maíz (maíz pilado) y es bastante voluminoso, tal como nos lo recuerda la copla:
El que se roba un pilón
y una piedra de amolar,
no se puede llamar ladrón
sino guapo pa´ cargar.
Pilón, con un nivel intelectual por encima de sus congéneres, es un vividor, un glotón y un gorrero por excelencia, siempre en búsqueda de una víctima que le brinde una o más hamburguesas. Cuando yo leía las aventuras de Popeye en San Juan de los Morros, allá por los años cuarenta del siglo veinte, lo que Pilón buscaba que le obsequiaran eran albóndigas, pues en ese entonces las hamburguesas eran completamente desconocidas entre el público que disfrutaba de las comiquitas en Venezuela.

Vine a conocer las hamburguesas en mis años de estudiante en la Universidad Central de Venezuela, cuando mi compañero de estudios y entrañable amigo Wolfgang Stockhausen me llevó en su Citroen hasta Ernesto´s, un pequeño local ubicado en la margen izquierda de la ruta principal entre Los Chaguaramos y Santa Mónica, que en ese entonces era doble vía. Allí, una deliciosa hamburguesa costaba un bolívar o uno veinticinco, si la pedías con queso. El otro sitio donde sé que vendían hamburguesas y al que fuimos Wolfgang y yo con unas amigas suyas, a las cuales su esposa Elke recuerda bien, fue a la Cervecería Alemana, la cual estaba en Chacaito y luego fue mudada para la avenida La Salle de Los Caobos, en las inmediaciones de la avenida Andrés Bello. Cuando estuve de pasantía corta en 1960 en la planta eléctrica de Las Morochas en Ciudad Ojeda, la compañía Shell me alojó en el hotel Oro Negro. Éste quedaba frente a una esquina de la plaza y en la diagonal opuesta había un local de la cadena norteamericana Tastee Freez, en donde amén de helados y merengadas vendían hamburguesas. Sin embargo, el recuerdo gastronómico más agradable que tengo de esa estancia en la costa oriental del Lago de Maracaibo, son los suculentos platos de pasta que servían en el restaurante italiano “La araña de oro”, al cual iba a almorzar en compañía de mi tutor y de otros ingenieros y técnicos de la planta.

En septiembre de 1962 llegué a Nueva York en compañía de otro venezolano, becario igual que yo de la Fundación Shell. Se suponía que iban a recibirnos al aeropuerto, pero como nadie lo hizo nos fuimos en autobús hasta Manhattan y nos alojamos en un hotel barato cercano al terminal de los colectivos. Esa noche, en una sórdida taguara de los alrededores consumí mi primera hamburguesa gringa, lo cual fue una experiencia decepcionante. Sin embargo, estas se reivindicaron en una lunchería ubicada cerca de la residencia que la compañía Shell me había conseguido en casa de la familia Shapiro en Utopia Parkway, Flushing. En esa lunchería resolví la comida los primeros fines de semana, o en una pizzería que quedaba a un par de cuadras de la casa. Luego aprendí a llegarme en autobús y metro hasta Times Square, el corazón de Nueva York, en donde había pequeños negocios que vendían panquecas todo el día y unos locales, aun más pequeños, prácticamente un zaguán, en los cuales elaboraban pizzas a la vista del público y las vendían al detal, a veinticinco centavos la porción. Ya en Chicago, en la estación de la calle 35 del metro de Chicago (The “L”), en la vecindad del Illinois Institute of Technology donde yo estudiaba y del Comiskey Park, sede los Medias Blancas de Chicago, había un puesto de hamburguesas McDonald’s, con su alto aviso en forma de arcos dorados que resaltaba en medio de los desolados alrededores. Comparadas con las versiones actuales que ofrecen en los McDonald’s, esas hamburguesas se podían catalogar de diminutas pero las papitas fritas, en la opinión de un francés que estudiaba conmigo, eran las mejores.

Cuando estuve de año sabático en el Instituto Tecnológico de Georgia, dentro del campus mismo había un Burguer King y una gigantesca venta de hamburguesa, con televisores por todos lados, llamada ¨The Varsity¨ en honor a las selecciones deportivas del Georgia Tech. En una fuente de soda (mala traducción de Soda Fountain) llamada Dunk and Dine que estaba cerca de mi residencia en La Vista Villas, las hamburguesas las ofrecían al estilo de Hamburgo, con la carne servida en plato y no emparedada, presentación que en el norte llaman “hamburger plate”. Siempre creí que las hamburguesas, tal como las conocemos hoy en día, eran un invento gringo, pero resulta que son alemanas. En 1891, Otto Kuasw, un cocinero del puerto de Hamburgo elaboró un sándwich de carne de res molida, frito en mantequilla y con un huevo frito encima, el cual tuvo gran aceptación entre los marineros. Para 1894 y ante la demanda de esos navegantes cuando atracaban en el puerto de Nueva York, los restaurantes de la zona empezaron a ofrecer el sándwich que los marinos pedían como “hamburguesa”. En nuestro país ya la hamburguesa tiene un amplia historia, desde los Tropic Burger que merecen un artículo aparte, pasando por los Burger Bistró, los McDonald’s, Burger King y Wendy’s. En la Venezuela de nuestros días la hamburguesa se consigue en una gran variedad de locales, desde los ubicados en los más modernos centros comerciales, aire acondicionado incluido, hasta los carritos que pueblan la llamada “calle del hambre”, género que empezó en la vecindad del viejo aeropuerto de Porlamar y que se ha esparcido por todo el país. En estos locales, el huevo de Otto Kuasw se queda corto ante la cantidad de aderezos adicionales que incluyen: papitas fritas finitas, aguacate, queso parmesano o queso fundido, maíz de lata, salsa rosada y salsa tártara. En la variedad llamada “bomba”, la carne es en lascas a la parrilla y la alfalfa debe estar presente. Creo que Pilón se sentiría feliz de consumir uno de estos especimenes. Por mi parte, cuando quiero resolverme con una comida rápida, apeló a un Big Mac de McDonald’s, mientras que mi nieta prefiere una cajita feliz de nuggets. Mi hija no comulga con la llamada comida basura, ni con las ferias de comida, pero reconoce que las papas fritas de McDonald’s siguen siendo las mejores. Para finalizar, diré que mi última travesura gastronómica la tuve a la entrada de Los Chorros, en donde mi hija me llevó a desayunar con arepas de chicharrón fritas y rellenas. Yo pedí una “pelúa”, cuyo relleno es carne mechada y queso amarillo en tiritas.

Del hábito nace el monje

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A pesar de la reconocida sabiduría que encierran los refranes, en el ámbito académico estuvimos empeñados en llevarle la contraria a aquello de que “el hábito no hace al monje”. Digo que estuvimos porque hoy en día ya son muchos los profesores que van a la universidad sin paltó y sin corbata; es más, no es raro cruzarse con unos pocos colegas que andan en shorts o en bermudas, inclusive en los brindis que se dan en la casa del rectorado y si no lo creen pregúntenle a Mario Caicedo, deseosos de que alguien les diga algo para entonces proceder a mostrar el respectivo título de doctor.

El clima debería ser el factor determinante en la forma de vestir de un pueblo. En mi siempre caluroso San Juan de los Morros, a los profesores del Liceo Roscio al parecer los obligaban a dar sus clases en paltó y corbata. En la Universidad Central de Venezuela de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, o en la Universidad Simón Bolívar de principios de los setenta, el agradable frío matutino no sólo justificaba sino que reclamaba el uso de al menos un suéter. Hoy, en pleno siglo XXI, con el verde de la metrópolis desapareciendo cada vez más bajo el concreto y el asfalto, hasta las más frescas mañanas van acompañadas de unas tardes bastante calurosas.

Durante el año escolar 1956-1957, en la pequeña quinta de San Bernardino que alojó al cuarto y el quinto año del entonces recién creado Liceo Carlos Soublette, llamaba mucho la atención la figura del profesor Virgilio Tosta, vistiendo un terno (flux más chaleco y por supuesto corbata) aun el los calurosos meses de junio y julio. El terno es el traje habitual de los bogotanos; en su viaje de luna de miel mi compañero de tesis Luis Ernesto Christiansen y su esposa Ninoska se sintieron desubicados en la capital colombiana, al salir a la calle vestidos informalmente.

En la Universidad Central los profesores dictaban sus clases en saco y corbata, pero el primer adminículo lo colgaban en el respaldar de la silla una vez que llegaban a sus oficinas. Los profesores que sólo daban laboratorios usaban batas; de ellos recuerdo en orden cronológico a Demetrio Catón en Talleres, Mario Hernández en Física y José María Farrán en Máquinas Eléctricas. Raúl Valarino, quien nos dio los laboratorios de Comunicaciones Eléctricas, lo hacía en mangas de camisa, una camisa blanca manga corta de cuello duro la cual engalanaba con una corbata de lacito.

En los años del rectorado de Ernesto Mayz Vallenilla era imprescindible vestir saco y corbata para entrar a la casa del rectorado. En esa época Ricardo Teruel intentó asistir a un concierto en el paraninfo en su condición de artista, vistiendo una de esas elegantes guayaberas tipo hindú a que son tan afectos los músicos (y si no pregúntenle al novel profesor Pablo Morales) y lo rebotaron. Esto lo recordaba el colega (por ingeniero, ojo) Teruel, cuando ganó en 2006 el premio de Composición Musical “ Aniversario de la Universidad Simón Bolívar” con “Un sombrero lleno de sonidos”

Estando de año sabático adquirí en Atlanta tres trajes, por las ventajas que en ese entonces nos daba el cambio de divisas. Cuando regresé en enero de 1980 me designaron Jefe del Departamento de Electrónica y Circuitos y empecé a ir al trabajo luciendo mis nuevas adquisiciones. Mis colegas me preguntaron que si ese era un mensaje para el resto del profesorado, a lo cual contesté que no y de inmediato colgué en las perchas de mi hogar las flamantes vestimentas. A esos trajes les saqué el jugo cuando me desempeñé como Secretario de la Universidad Simón Bolívar, durante el rectorado de Marcelo Guillén. Tanto los dos vicerrectores (Freddy Malpica y José Antonio Pimentel) como yo seguimos dictando clases, una materia por trimestre. Uno de mis alumnos me preguntó sobre las horas de consulta y le contesté que podía solicitarme en las oficinas de la Secretaría. ¿Y puedo ir así, sin saco? No te preocupes, que ni siquiera discriminan por el color de la piel, fíjate que el rector es negro.

El párrafo anterior me trae a la memoria el remoquete de “sucio” que le calaron en la Universidad Central a Armando Díaz Lovera. Se realizaba en mi Alma Mater un congreso de ingeniería y a Armando le tocó encabezar el grupo de estudiantes que fue a hablar con los organizadores, para pedirles que los dejaran participar. El profesor que los recibió, de cuyo nombre me acuerdo perfectamente pero no voy a mencionar, le dijo al organizador: “Miguel Ángel, aquí te solicitan unos muchachos sucios y mal vestidos, que deben ser estudiantes”. Pero ese día no sólo nació “El sucio Díaz Lovera”, sino que al profesor de marras de ahí en adelante se le conoció dentro de un estudiantado que pronto engrosó las filas de los ingenieros mecánicos, como “el sucio T”.

El colega y amigo Juan Lecuna Torres se encontraba en la Jefatura Civil de la parroquia La Candelaria, tratando de presentar a su hija recién nacida, cuando se armó un tremendo zaperoco detonado por los vivos de siempre que intentaban colearse. Parece ser que la única forma de imponer el orden fue metiendo presos a todos los presentes. En una época cuando no se soñaba siquiera con la telefonía celular, no sé cómo Juan pudo ponerse en contacto con uno de sus hermanos que además de abogado era amigo del Jefe Civil. Pronto fue el funcionario a liberar a Juan, no sin antes recriminarlo por su vestimenta, diciéndole algo como “usted tiene la culpa, por no andar vestido con paltó y corbata”

Una vez me tocó dar un curso intensivo de comunicaciones digitales, durante el mes de agosto, a un grupo de ingenieros de Lagoven. Como era mi costumbre, me había ido en carro con la familia para la isla de Margarita, a pasar las vacaciones. La semana del curso me vine a Caracas por avión, no sólo para comodidad de los veraneantes, sino por lo flojo que soy para manejar. Las clases las dictaba en la sede de Los Chaguaramos, en paltó y corbata, y además me estaba estrenando unos flamantes zapatos que había comprado en Porlamar. Una tarde, cuando venía de regreso hacia Baruta en una camioneta de pasajeros, nos detuvieron frente al Centro Venezolano Americano en Las Mercedes. “A bajarse todos, cédula en mano” fue la apremiante orden del guardia nacional. Yo, que iba sentado en la primera fila, traté de encabezar el descenso pero el uniformado me dijo: “No don, usted no”

En enero de 1971 en la Universidad Simón Bolívar ya estaba construido el edificio del Básico I, originalmente denominado Ciencias Básicas I, mas no así el del Ciclo Básico II y mucho menos el Ampere. El cafetín quedaba en el ala norte de la planta baja del Básico I, con la puerta viendo hacia El Placer y con las mesitas para los comensales ubicadas en el área abierta que hoy en día está frente a las taquillas de Dace. En ese entorno y recién llegado de Argentina por vía del Massachusetts Institute of Technology, el profesor y doctor Lázaro Retch fue abordado por un colega español, quién le aconsejó que era conveniente venir a la universidad con paltó y corbata. Al indagar el novel profesor sobre la razón de tal sugerencia, le contestaron que era para establecer distancia entre profesores y alumnos. “Pues mire, si esa distancia hubiera que establecerla, ese no es el modo”, fue la tajante respuesta de Lázaro.

Para terminar esta nota en un tono festivo al cual soy tan afecto, les contaré una anécdota. En una fría mañana de enero de principios de los setenta estaba yo dictando una clase de Comunicaciones Digitales a primera hora de la mañana. En ese entonces no era habitual que las personas de cierta jerarquía, como los profesores, dijeran malas palabras. Para tomarme un descansito en medio de una demostración matemática un poco larga, apelé a contar un chiste: “Llegan dos tipos a un restaurante y le dicen al mesonero, que por favor les traiga una sopillas. ¡Ah, los señores son españoles! No, no, maricones”. El salón, sorprendido, estalló en carcajadas; a uno le dio un ataque de tos con disnea, pero la nota culminante vino de la primera fila, cuando uno de los estudiantes más aprovechados dijo en voz alta y sonora “Trina se quitó el suéter”

La botó de jonrón y no anotó.

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En noviembre de 2007 los gerentes generales de los equipos de grandes ligas aprobaron el uso de la repetición instantánea (instant replay), limitada a unos pocos casos, a saber: a) si un batazo que se lleva la cerca es fair (jonrón) o simplemente foul ; b) en caso de una pelota que golpea la cerca y regresa al campo de juego, determinar si la pelota quedó viva (adjudicándole al corredor las bases que haya alcanzado), o es un doblete por reglas de terreno (la bola tocó la cerca antes de salir) o es un jonrón (la bola en vuelo golpeó algún objeto colocado más allá de la cerca); c) si un espectador hace contacto con la bola antes de que esta supere el plano de la cerca, es interferencia del espectador. Si el contacto es después de dicho plano, es jonrón. Se entiende que la cerca que separa la zona de juego de las gradas, define un plano vertical que la prolonga.

El 28 de agosto de 2008 se puso en práctica la repetición instantánea y se utilizó por primera vez el tres de septiembre de 2008 en un juego en el Tropicana Field entre los Yankees de Nueva York (¿debemos llamar a sus seguidores pitiyanquis?) y los Mantarrayas de Tampa. Alex Rodríguez de los Yankees bateó aparentemente un jonrón, pero la bola golpeó una pasarela ubicada detrás del poste de foul (que debía llamarse poste de fair, porque está en territorio bueno). Se determinó que era un jonrón, pero el manager de Tampa Bay Joe Maddon cuestionó la decisión. Los umpires decidieron revisar la jugada y después 2 minutos y 15 segundos, reafirmaron que era un jonrón.

Cuando se batea un jonrón, al bateador se le acredita un hit, una carrera anotada y una carrera empujada por cada corredor que anote con el batazo. Sin embargo, esto no sucedió en el juego realizado el viernes 26 de septiembre en San Francisco entre los Gigantes de esa ciudad y sus eternos rivales los Dodgers de Los Ángeles. El receptor de los Gigantes, Bengie Molina, bateó una línea que inicialmente parecía un sencillo contra el tope de la cerca del jardín derecho. Molina fue inmediatamente reemplazado por el corredor emergente Emmanuel Burriss. Entonces el campo corto de los Gigantes Omar Vizquel, que desde ahora y según su manager Bruce Bochy será reconocido no sólo por sus manos suaves sino también por su oído biónico, originó el primer caso de repetición instantánea implementado en el AT&T Park. Omar le dijo al manager que había oído como la bola golpeó una parte metálica La revisión cambió la decisión arbitral, el sencillo se convirtió en un jonrón de dos carreras, Molina se acreditó su vuela cercas 16 y dos impulsadas, pero no la carrera anotada.

Los detalles son los siguientes: en la sexta entrada el venezolano de Puerto Cabello Pablo Sandoval estaba en primera por un hit que llevó su promedio de bateo a 343. Contra el primer lanzamiento del derecho Scott Proctor, el batazo de Molina rebotó de la cerca. Sandoval alcanzó la tercera, pero Molina, con la baja velocidad típica de los receptores que están agachados la mayor parte del tiempo, sólo llegó hasta la primera base. Inmediatamente después de la substitución, Omar Vizquel le dijo a Bochy que pensaba que la bola había golpeado la marquesina metálica verde que corre a lo largo de la pared del jardín derecho. Como por arte de magia, apareció una pelota con un mancha de pintura verde, que sirvió como evidencia. Bochy le dijo a los árbitros que esperaran un momento y les mostró la pelota manchada. La cuarteta arbitral (como le gustaba a Alberto Zamora llamar a los árbitros así fueran sólo dos), decidió apelar a la repetición instantánea. En ella vieron claramente que la bola golpeó la zona verde, lo cual es un jonrón según las reglas de terreno de ese estadio.

Todo juego de las Grandes Ligas que se televise es monitoreado y supervisado en Nueva York por un equipo técnico, desde la sede del Major League Baseball Advanced Media. El equipo está integrado por un experto y un supervisor de árbitros o un árbitro retirado. En cada uno de los 30 estadios de las Grandes Ligas se ha instalado un monitor de televisión y junto a él un enlace telefónico de seguridad conectado con el sitio MLB.com. Si la cuarteta determina que hace falta una repetición instantánea, se llama al técnico de MLB.com, quien transmite los segmentos de video más apropiados tanto al árbitro que lo acompaña en el sitio como al árbitro jefe de la cuarteta, quien no necesariamente es el árbitro de home del juego. El árbitro de Nueva York no tiene comunicación directa con ningún miembro de la cuarteta arbitral y la decisión de revertir una sentencia queda a discreción del árbitro jefe. Su misión principal es determinar si hay una evidencia clara y convincente de que la decisión tomada en el campo fue incorrecta y debe cambiarse. El uso de la repetición instantánea está limitada a los caso de jonrón antes señalados: si la bola salió o no, si es fair o foul y la interferencia de un espectador. De paso, en béisbol la palabra usada es fanático, por calco del inglés fan, pero debería ser aficionado.

Burriss recorrió las bases con entusiasmo, no sólo porque los Gigantes empataron el marcador. “Fue divertido”, dijo. “Fue una jugada tan rara que uno no sabe como reaccionar. Inclusive me quedé por un segundo en primera, después que dijeron que era un jonrón. Le pregunte al coach de primera, Roberto [Kelly] y al umpire, si Bengie regresaría a correr. Roberto me dio una especie de pequeño empujón y el árbitro me pidió que corriera, así que dije: “OK, lo haré”. Molina felicitó a Burriss en el dugout diciéndole: "Buen swing".

Pero Bochy no estaba del todo feliz. Con base en la decisión, quería que Molina permaneciera en juego. Después de discutir con los umpires, optó por poner el juego bajo protesta, lo cual perdió vigencia ya que los Gigantes ganaron el juego seis carreras a cinco en diez entradas. “Nosotros nos sabemos las reglas” dijo el árbitro Welke. “Después que un corredor emergente toca una base, ha entrado en el juego… Bochy debía haber reclamado antes de poner a correr al emergente. Hay una regla que contempla a los corredores emergentes y esa fue la que aplicamos. Lo único que tenemos son las reglas. Este fue un aprendizaje para todos. El sistema funcionó y lo hicimos bien”.

Como los Dodgers ya habían asegurado el título de la división oeste de la Liga Nacional, el manager de Los Ángeles, Joe Torre, no se preocupó mucho. Sólo dejo caer que el objetivo de “acelerar el juego” no se había logrado, ya que la interrupción duró 12 minutos. Al igual que Torre, que ha demostrado su innegable calidad manager llevando a los Dodgers desde posiciones subalternas al sitial de honor, pensamos que la revisión del batazo ha debido hacerse antes de cualquier otro movimiento. Quizás esto se especifique en la reglas en el futuro inmediato.

Para finalizar, indicaremos que ésta fue la séptima repetición instantánea realizada desde la implantación del sistema y sólo en dos casos se ha cambiado la decisión.

Fuentes: las reglas del béisbol, disponibles en varios enlaces en Internet, la página http://mlb.mlb.com/index.jsp y la columna del sábado 28 de septiembre del comentarista de los Gigantes Chris Haft, incluida en el “wrap” de ese juego.

La tierra de los abuelos

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Antes, para muchos de nosotros, los abuelos y las abuelas estaban repartidos por la geografía nacional y eran una alternativa válida para pasar las vacaciones. Los destinos que estuvieron disponibles en mi infancia y juventud fueron Calabozo y Caracas y luego, cuando empecé a trabajar, la isla de Margarita. Los hijos de europeos que fueron mis compañeros en los pupitres de la escuela y en los bancos del liceo, se quedaban en San Juan de los Morros ayudando a sus padres, pero al crecer y hacerse profesionales, iban de vacaciones al viejo continente, a conocer la tierra de los ancestros en plan de parientes ricos. El panorama, ya a finales de la primera década de este siglo XXI, es bastante diferente, como veremos.

Mi papá era el mayor de once hermanos y tuvo que asumir junto a mi abuela la crianza del resto de la prole al morir a temprana edad el abuelo llanero que no conocí. Para que ellos se educaran, la alternativa fue abandonar el campo dejando las tierras de mi abuela en manos del segundo de mis tíos, Félix Antonio. Pero todos los demás estudiaron y se graduaron y de ellos tres se dedicaron a las letras: Blas, Jesús y Rafael Loreto Loreto. Los dos primeros publicaron varios libros y mi padrino Rafael solamente uno, pero tuvo una dilatada labor periodística.

Muere en Caracas, en la parroquia San Juan, don José Gorrín el esposo de mi tía abuela Teresa y en uno de los novenarios que se efectuaron en la casa de la plaza de Capuchinos, y entre los vecinos que fueron a rezar por el descanso eterno del difunto ve mi papá a Olga Rodríguez, se prenda de ella y terminan casándose, a pesar de los catorce años que él le llevaba, lo cual era un serio impedimento en una época en la cual el promedio de vida era bastante bajo. Pero la mayor traba era la económica, ya que bajo el gobierno del general Gómez no había a quién ganarle un centavo. Decía mi viejo que de no haber muerto Gómez, le hubiera gastado los balaustres de la ventana de la casa de don Julio de tanto aferrarse a ellos mientras hablaba con su amada.

Con sexto grado encima, casado, con dos hijos y trabajando, consigue mi papá la oportunidad de hacer un curso de estadísticas que dictó el Ministerio de Fomento y a la larga, cuando por razones de salud debe regresar a un clima cálido, es designado Director Seccional de Estadísticas del Estado Guárico. Así que me crié en un sitio equidistante de la casa de mi abuela María en Calabozo y de la de mi abuelo Julio César en la parroquia La Pastora de Caracas, sitios a los cuales nos enviaban de vacaciones.

Las vacaciones en Calabozo eran multitudinarias, ya que a los abundantes primos hermanos se unían los nietos de mi tía María Luisa Loreto de Cedeño, que pasaban también sus vacaciones a cuadra y media de nosotros. La casa de mi abuela era enorme, la puerta de la entrada principal era tan grande como el portón de campo que comunicaba con el patio trasero. El frente tenía un quinto de cuadra de extensión (veinte metros) y el fondo más de dos cuadras, una de ellas de construcción y el resto era el corral que alojaba aves, burros y vacas. Cuando regresábamos a San Juan, sentíamos que nuestra casa se había encogido. A Caracas sólo iba un nieto a la vez, ya que no había mucho sitio donde dormir, en la casita que tendría unos siete metros de frente y unos cuarenta de fondo que daba con una de las tantas quebradas que cruzan La Pastora de norte a sur. Por supuesto que al regresar a San Juan de los Morros tenía la sensación de que mi casa se había ensanchado.

Hoy en día parece que todos vivimos en Caracas y que los campamentos vacacionales son la solución para el asueto estudiantil de los muchachos. Y mis amigos de origen europeo casi no viajan al exterior. Un colega de origen español nacido en la parroquia caraqueña de La Candelaria y próspero industrial, me dice que cuando viaja a España tiene la sensación de más bien haberse arruinado y no sólo eso, sino que los parientes no recuerdan haber sido pobres, de lo cual no los culpo porque recordar es vivir, pero sólo sí el recuerdo es bueno. Y aquellos que no tienen nexos probados con la madre patria, olvídenlo, porque ahora somos indeseables sudacas de mala fama bien ganada. Nuestro ahora disminuido gentilicio nos marca como los sujetos preferidos para formar parte de la cuota numérica de rechazados en la frontera, especialmente en el aeropuerto de Barajas, Madrid, mediante la aplicación de una resolución de denegación de entrada y de retorno que recuerda los mejores tiempos del generalísimo Francisco Franco.

De arquitectura, el teatro

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Entrar a trabajar en el sitio donde uno ha estudiado tiene sus ventajas. Con dos años de graduado, de los cuales dediqué cuatro meses al idioma inglés en el Queens College de Nueva York y el resto en sacar el Master en el Instituto Tecnológico de Illinois, en septiembre de 1964 pasé del pupitre del estudiante a la tarima del profesor. Todo me era familiar en la Escuela de Ingeniería Eléctrica, inclusive unos pocos de mis primeros alumnos habían sido mis compañeros de estudio. Lo que si tuve que aprender fue a buscar un sitio donde almorzar. De estudiante vivía con mis padres cerca de la Universidad Central e iba a almorzar a la casa (un apartamento alquilado en Las Acacias), que era lo más económico. En la UCV el horario de trabajo era de ocho a doce y de tres a seis, aun cuando el dictado de las clases y de los laboratorios nada tenía que ver con esto y muchas veces di clases a las siete de la mañana y atendí laboratorios bien entrada la noche. También trabajábamos medio día los sábados. Por lo general los profesores almorzábamos en grupo en los alrededores: el Ling Nam en la vecindad de la plaza de Las Tres Gracias. el Fornaretto en Santa Mónica y el más cercano y económico Cafetín de Arquitectura, donde a pesar del nombre servían comida caliente y no simplemente balas frías.

Un mediodía a principios de enero de 1965, cuando estaba almorzando en Arquitectura en compañía del colega Luis Fábregas, vimos descender por unas escaleras adyacentes al comedor a dos o tres mujeres que estaban bien buenas. Picados por la curiosidad, al terminar de comer bajamos hacia el vecino sótano y descubrimos las actividades que en un auditorio llevaban a cabo los miembros del Teatro Experimental de Arquitectura (TEA). En esos momentos ensayaban el montaje de la comedia “El Burlador de Sevilla y Convidado de Piedra” de Tirso de Molina y el director hizo una audición entre el público presente. El tocayo Fábregas ni se dio por enterado, pero yo, con el gusanito de haber hecho teatro en San Juan de los Morros, subí al escenario y dije, libreto en mano, los tres parlamentos de la escena II, en la cual el Rey de Nápoles increpa a Isabela y a Don Juan y manda a prender a este último. Quizás me metí en la piel del Jefe Civil de un pueblo, ya que el director me dijo que le había puesto carácter e intención al personaje, pero que le había faltado la majestuosidad propia de un rey. El director, quien había abandonado los estudios de derecho al descubrir que su vocación era el teatro, conocía bien los asuntos de la realeza por haber protagonizado en el Teatro Universitario a Cesáreo en "Noche de Reyes" de William Shakespeare. De él supe que para ese momento ya había actuado también en las obras "Pozo Negro" y "El Sombrero de Paja de Italia”, había estado actuando en Italia y había representado y escrito el guión de “Juan Francisco de León”. Su nombre: José Ignacio Cabrujas.

“El Burlador…” fue un ambicioso proyecto de Cabrujas que no cristalizó ya que se necesitaban muchos actores y los disponibles eran pocos. A falta de otros yo había calificado para personificar al Rey y desde ese momento Maritza Pulido, una de las actrices a quien ya conocía por trabajar ella en la Facultad de Ingeniería, empezó a llamarme “Rey”. Entre los consecuentes mirones había un tipo bastante metiche a quien bautizamos con el remoquete de “ La Gaveta”. José Ignacio lo puso a hacer la escena VIII conmigo, en la cual yo personificaba al Duque Octavio y La Gaveta al criado Ripio, quien le preguntaba al Duque: “¿Tan de mañana, señor, te levantas?” El tipo pronunció todas las palabras sin ninguna entonación y exageró las pausas entre las palabras, como si fueran puntos y no comas. A la sugerencia de que se olvidara de la letra y simplemente dijera: “Hola Luis: ¿cómo estás?”, respondió con la misma cadencia: “Hola/ Luis/ Cómo/ Estás/”. Después me enteré, cuando coincidimos en medio de unos disturbios que se dieron entre la Facultad de Farmacia y el Hospital Universitario, que La Gaveta era simplemente un policía (petejota, disip, que sé yo) a quien habían destacado para hacer labores de inteligencia dentro del campus de Los Chaguaramos.

Cuando yo ingresé al TEA, el director Humberto Orsini tenía ya lista la obra “La Cantante Calva” de Ionesco, protagonizada por Pilarica Iribarren, Roger Bonet y Manuelita Zelwer. Como parte del trabajo del grupo recibíamos clases de expresión corporal, a cargo de Rolando Peña, quien todavía no usaba su título nobiliario de “El Príncipe Negro” que le había otorgado Andy Warhol en Nueva York. No sé si José Ignacio y Rolando se conocían previamente, pero en ese mismo año de 1965 ellos montaron en la Universidad Central de Venezuela “Testimonio” y “Homenaje a Henry Miller”, los primeros espectáculos multimedia de la América Latina, que incorporaron al teatro y a la danza aplicaciones de la tecnología como el cine, proyección de diapositivas, luces estroboscópicas y música electrónica. Del TEA debo también mencionar a las hermanas Germania y Esmirna Ledezma y al flaco Alfredo, cuyo apellido no recuerdo. En esa época se dieron los ensayos de “La Muerte de Bessie Smith” de Edward Albee, el mismo de “Who's Afraid of Virginia Woolf?” y también de la versión en español de: “Oh Dad, Poor Dad, Mamma’s Hung You in the Closet and I’m Feelin’ So Sad” de Arthur Kopit, más teatro del absurdo, pero ahora de un dramaturgo americano fuertemente influenciado por Ionesco. De esta última obra ensayé algunas escenas en el papel del Comodoro Roseabove. La escenificación de “La muerte…” se dificultaba por la inexistencia de un actor negro. La Gaveta era el único que daba el físico, pero nada que ver. Finalmente el flaco Alfredo, quien además es catire, resolvió el problema pintándose de negro cual Al Jolson redivivo. Tengo entendido que el estreno se dio estando yo en Palo Alto, California, a donde había viajado a recibir entrenamiento en el área de microondas en la firma Hewlette-Packard.

En septiembre de 1965 el grupo fue invitado a presentar “La cantante…¨ dentro de un festival de teatro que tuvo lugar en Guanare, estado Portuguesa, en el marco de las festividades a la Virgen de Coromoto. Partimos del estacionamiento que está entre la Escuela de Eléctrica y la Facultad de Arquitectura, en una destartalada buseta suministrada seguramente por la Dirección de Cultura. O faltaba un asiento o sobraba un pasajero, así que yo me ofrecí para viajar sentado en los escalones que daban acceso al transporte. Bien duros por cierto y sin un cojín a mano o algo por el estilo. Maritza me aconsejó que para poder soportar el largo viaje tendría que anestesiarme con caña. En la primera parada que hicimos empezando la Panamericana a nivel de Cochecito, adquirí bastimento etílico suficiente para todo el viaje. Cuando nos detuvimos por segunda vez no aguantaba las ganas de orinar, pero en lugar de asumir la conducta atávica de buscar la parte posterior de una mata, prevaleció en mi aquello de que “borracho no pierde el tino ni mea lejos del camino” y, saliendo el primero dada mi ubicación, descargué la vejiga sobre la rueda delantera de la buseta, mientras actrices y actores desfilaban hacia los amplios mostradores del negocio.
Más adentrados en la ruta, la cabeza empezó a darme vueltas y a pesar de toda la física que había estudiado, intenté vaciar mi estómago apuntando hacia la vía sabiendo que el movimiento relativo invertiría la trayectoria. Detrás de mi estaba sentada la primera actriz y los demás pasajeros se dieron cuenta de mi acción cuando ella preguntó ingenuamente: “¿Cómo que está lloviendo?” Al llegar a Guanare ya había recobrado la compostura y me sentía todo apenado, pero para mi sorpresa los miembros del grupo (menos una, por supuesto) vinieron a darme palmadas y a decirme que en el trayecto, a pesar de mi condición de profesor, había demostrado cabalmente que yo pertenecía al grupo, que era uno de ellos. En la recepción del hotel, donde llegamos ya avanzada la noche, nos enteramos que Cabrujas también estaba alojado allí. Averiguamos cual era su cuarto (todos tenían ventanas que daban a la calle) y nos pusimos a escenificar, a grito vivo, escenas de “El Burlador…”. Con una cara que indicaba claramente que lo habíamos sacado de su sueño, José Ignacio se nos unió en la calle y nos dijo: “Pensé que tenía una pesadilla”.

Para finalizar les cuento que treinta años después me reencontré con Germania en la Universidad Simón Bolívar, en la terraza de la Casa del Profesor, a raíz de un concierto que diera el talentoso guitarrista Aquiles Báez, quien es su nieto. Con Roger Bonet coincidí en la casa de mi vecino Rafael Orellana, cuando éste celebraba el grado de su hija mayor, Lilia. De esto hace ya bastante tiempo, pero me acuerdo que fue Roger quien me reconoció, cuando casi siempre pasa lo contrario, que soy yo el de la memoria. Estando viviendo en la Isla de Margarita, en agosto de 1995 sostuve una grata conversación en el Hotel Marina Bay con José Ignacio Cabrujas un par de meses antes de su muerte, después de una charla que él dictara sobre la telenovela, una historia en la cual una mujer sufre en todos los capítulos menos en el último. En el 2006 puede disfrutar, en las instalaciones de la Biblioteca Central de la Universidad Simón Bolívar, la presentación de “El barril de Dios” de Rolando Peña. Una vez finalizado ese evento y en la grata compañía de Claudio Mendoza, Rolando y yo intercambiamos los respectivos correos electrónicos, nos deleitamos con variados recuerdos y prometimos mantenernos en contacto, lo cual hemos cumplido al menos por vía electrónica.
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