Salvo por unas escasas líneas, las vivencias de mi infancia y juventud recogidas en “Entre gigantes de piedra” pretenden haber surgido de mi memoria. Lo que sigue tiene un tinte de onírico, de leyenda, porque aun cuando soy el meollo de la trama, son cosas que a mí me contaron, un pasado referencial. Lo que si puedo afirmar con toda certeza, es que hace algún tiempo una placa adorna la fachada de la casa que se menciona más adelante. Pude identificarla aunque no conserva el número original (número tapado con barro decía yo y mi mamá me corregía), porque tuve la ocasión de localizarla con precisión años ha, cuando no era nada arriesgado adentrarse por esa calles aledañas a la avenida Baralt y al mercado de Quinta Crespo.
Cobrar el sueldo o el salario e irse a gastarlo en aguardiente es una inveterada costumbre del venezolano. Y cuando el fin de semana coincide con el fin de quincena, el consumo de bebidas espirituosas en los alrededores de los expendios de licor, en las casas de tanto pobres como ricos y en taguaras, botiquines, fuentes de soda y clubes, aumenta en forma desmesurada. Así que no fue debido a una conjunción de los astros sino de las fechas, la razón por la cual el sábado 15 de octubre de 1938 se embriagaron casi todos los pobladores de la caraqueña parroquia de San Juan y que como lógica consecuencia surgió más de una reyerta. Para la época, mis padres vivían en una casita ubicada de Horno Negro a Puente Casacoima 18-4, a un par de cuadras del sitio donde luego, en tiempos del general Medina, Pierre René Deloffre instalara de Cochera a Puente el lujoso mabil conocido con el nombre de “El Trocadero”. Aun cuando la gente que asistía a ese local o al contiguo y selecto Longchamp (sólo los separaba una cortina de damasco) debía llevar billetes, quizás si había una forma de trueque: favores políticos por favores íntimos. Frente a la casa que habitaban mis padres se armó una pelea entre blancos y negros, en la cual los primeros estaban en franca desventaja numérica. Animado por su espíritu camorrero, el catire Francisco de Paula Loreto salió a luchar por la justicia, a tratar de nivelar las acciones, portando en sus manos una vera encabuyada. Su esposa Olga, con una barriga de casi ocho meses y cargando en brazos al mayor de sus hijos, que no había cumplido todavía veinte meses, contempló desde la ventana de barrotes el accionar de llanero. Afianzada en la muñeca por la cabuya, accionada por un Ninja venido del futuro, la vera iba y venía y los cuerpos rodaban por el piso. ¡Cuidado con el estómago, mijo! era lo único que a mi madre se le ocurría decir, pensando en las molestias digestivas que aparentemente acompañaron a Francisco de Paula durante la mayor parte de los noventa y tres años que vivió. La policía llegó a poner orden y el llanero hizo mutis por el foro, yéndose a guarecer en su casa. Los que rodaban para la rola, tanto tiros como troyanos, se preguntaban que se había hecho el catire que había repartido palos a diestra y siniestra.
La vera encabullada es pariente cercano del garrote encabuyado, al que le cantara Félix Morón en su conocido golpe tocuyano. No sé si mi padre aprendió a usarla en su nativo Guárico, pero cuando vivió en Guanare hizo muy buena amistad con Ciro Urriola Muñoz, el hermano mayor de José Santos Urriola y un maestro en el arte del manejo de dicha vera. Como dice el refrán: para rascarse se juntan los mochos. Una noche que Ciro andaba de parranda por las afueras de Guanare, llegó al sitio armado con su vera un lugareño que tenía fama de ser muy bueno en el uso de ésta. Ciro, alebrestado por los tragos, lo retó a pelear, espetándole:
– Tú no eres mejor que yo, lo que pasa es que tu peleas con una pila de raquíticos, con campesinos mal comidos, pero conmigo no vas a poder.
–No joven, yo no voy a pelear con usted, porque usted es hijo de don Santos Urriola y muchas veces en mi casa no nos acostamos sin comer gracias a don Santos.
– ¡No, qué va chico, tú lo que eres es un tronco de cobarde!– seguía insistiendo Ciro. En eso empezó una pelea dentro del bar, en la cual tomó parte el lugareño y Ciro quedó de espectador. – ¡Bendita sea el ánima de mi padre, de la palazón que se salvaron mis huesos!– no se cansaba de repetir Ciro, al contemplar el extraordinario desempeño de su hasta entonces frustrado rival.
En la madrugada del domingo 16 de octubre a mi madre le empezaron un dolores, que creyó eran ganas de ir al baño, pero nada que ver. A consecuencia del susto, a las cuatro de la mañana nació solo Luis Florentino, sin ninguna asistencia médica. Mi papá se limitaba a animarla recordando lo que había visto en su terruño y le decía: –Puje, que Julia Dolores parió en una batea–. Y una vez que lloré por vez primera, mi hermano Fran desde su cuna celebraba alborozado el acontecimiento gritando: -¡Nené, nené, nené! A eso de las ocho de la mañana se presentó por la casa el doctor Leopoldo Aguerrevere y luego mi papá le pudo pagar gracias a unos reales que consiguió prestados con su jefe, don Carlos Padilla, el padre entre otros de mis colegas Manuel y Rafael Padilla Lovera. Quiero destacarle a los jóvenes que lean estas líneas que aquí están presentes dos facetas venezolanas ya desaparecidas o en vías de extinción: el fiado y el médico a domicilio. Además no nací en mi casa por el hecho de ser prematuro, ya que de mis ocho hermanos, sólo el menor nació en una clínica. Para terminar, les citaré el texto de la placa colocada en mi casa natal: “Está prohibido el consumo de bebidas alcohólicas dentro del local o en sus inmediaciones”.
Cobrar el sueldo o el salario e irse a gastarlo en aguardiente es una inveterada costumbre del venezolano. Y cuando el fin de semana coincide con el fin de quincena, el consumo de bebidas espirituosas en los alrededores de los expendios de licor, en las casas de tanto pobres como ricos y en taguaras, botiquines, fuentes de soda y clubes, aumenta en forma desmesurada. Así que no fue debido a una conjunción de los astros sino de las fechas, la razón por la cual el sábado 15 de octubre de 1938 se embriagaron casi todos los pobladores de la caraqueña parroquia de San Juan y que como lógica consecuencia surgió más de una reyerta. Para la época, mis padres vivían en una casita ubicada de Horno Negro a Puente Casacoima 18-4, a un par de cuadras del sitio donde luego, en tiempos del general Medina, Pierre René Deloffre instalara de Cochera a Puente el lujoso mabil conocido con el nombre de “El Trocadero”. Aun cuando la gente que asistía a ese local o al contiguo y selecto Longchamp (sólo los separaba una cortina de damasco) debía llevar billetes, quizás si había una forma de trueque: favores políticos por favores íntimos. Frente a la casa que habitaban mis padres se armó una pelea entre blancos y negros, en la cual los primeros estaban en franca desventaja numérica. Animado por su espíritu camorrero, el catire Francisco de Paula Loreto salió a luchar por la justicia, a tratar de nivelar las acciones, portando en sus manos una vera encabuyada. Su esposa Olga, con una barriga de casi ocho meses y cargando en brazos al mayor de sus hijos, que no había cumplido todavía veinte meses, contempló desde la ventana de barrotes el accionar de llanero. Afianzada en la muñeca por la cabuya, accionada por un Ninja venido del futuro, la vera iba y venía y los cuerpos rodaban por el piso. ¡Cuidado con el estómago, mijo! era lo único que a mi madre se le ocurría decir, pensando en las molestias digestivas que aparentemente acompañaron a Francisco de Paula durante la mayor parte de los noventa y tres años que vivió. La policía llegó a poner orden y el llanero hizo mutis por el foro, yéndose a guarecer en su casa. Los que rodaban para la rola, tanto tiros como troyanos, se preguntaban que se había hecho el catire que había repartido palos a diestra y siniestra.
La vera encabullada es pariente cercano del garrote encabuyado, al que le cantara Félix Morón en su conocido golpe tocuyano. No sé si mi padre aprendió a usarla en su nativo Guárico, pero cuando vivió en Guanare hizo muy buena amistad con Ciro Urriola Muñoz, el hermano mayor de José Santos Urriola y un maestro en el arte del manejo de dicha vera. Como dice el refrán: para rascarse se juntan los mochos. Una noche que Ciro andaba de parranda por las afueras de Guanare, llegó al sitio armado con su vera un lugareño que tenía fama de ser muy bueno en el uso de ésta. Ciro, alebrestado por los tragos, lo retó a pelear, espetándole:
– Tú no eres mejor que yo, lo que pasa es que tu peleas con una pila de raquíticos, con campesinos mal comidos, pero conmigo no vas a poder.
–No joven, yo no voy a pelear con usted, porque usted es hijo de don Santos Urriola y muchas veces en mi casa no nos acostamos sin comer gracias a don Santos.
– ¡No, qué va chico, tú lo que eres es un tronco de cobarde!– seguía insistiendo Ciro. En eso empezó una pelea dentro del bar, en la cual tomó parte el lugareño y Ciro quedó de espectador. – ¡Bendita sea el ánima de mi padre, de la palazón que se salvaron mis huesos!– no se cansaba de repetir Ciro, al contemplar el extraordinario desempeño de su hasta entonces frustrado rival.
En la madrugada del domingo 16 de octubre a mi madre le empezaron un dolores, que creyó eran ganas de ir al baño, pero nada que ver. A consecuencia del susto, a las cuatro de la mañana nació solo Luis Florentino, sin ninguna asistencia médica. Mi papá se limitaba a animarla recordando lo que había visto en su terruño y le decía: –Puje, que Julia Dolores parió en una batea–. Y una vez que lloré por vez primera, mi hermano Fran desde su cuna celebraba alborozado el acontecimiento gritando: -¡Nené, nené, nené! A eso de las ocho de la mañana se presentó por la casa el doctor Leopoldo Aguerrevere y luego mi papá le pudo pagar gracias a unos reales que consiguió prestados con su jefe, don Carlos Padilla, el padre entre otros de mis colegas Manuel y Rafael Padilla Lovera. Quiero destacarle a los jóvenes que lean estas líneas que aquí están presentes dos facetas venezolanas ya desaparecidas o en vías de extinción: el fiado y el médico a domicilio. Además no nací en mi casa por el hecho de ser prematuro, ya que de mis ocho hermanos, sólo el menor nació en una clínica. Para terminar, les citaré el texto de la placa colocada en mi casa natal: “Está prohibido el consumo de bebidas alcohólicas dentro del local o en sus inmediaciones”.